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Un drama burocrático felino


Cerca de la estación del tren ligero estaba la sexta oficina gatuna: un lugar exclusivo en donde los gatos escudriñaban la historia y la geografía. Todos sus secretarios vestían unas prendas arrasadas, cortas y negras. Además, como era un puesto tan respetado, cuando algún secretario dejaba su puesto, todos los michos jóvenes buscaban quedarse con el empleo. Empero, en la oficina sólo podía haber cuatro secretarios, por lo que dentro de toda esa muchedumbre sólo aquel felino que tuviese la mejor caligrafía y una excelente capacidad para leer poesía podría aspirar a ese oficio.

El jefe de la oficina era un gran Gato Negro, quien estaba un poco viejo, pero cuya visión seguía siendo espléndida. Parecía como si dentro de sus ojos hubiera varios cables de cobre extendidos. Sus subordinados eran: el Gato Blanco (primer secretario), el Gato Atigrado (segundo secretario); la Gata Calicó (tercera secretaria) y el Gato Horno. Los “gatos hornos” no nacen como tal. De hecho puede ser cualquier tipo de micho, pero al tener la manía de meterse en las estufas y dormir ahí, su cuerpo siempre está sucio y es de color negro humo. Aunado a lo anterior, su nariz y orejas están impregnados siempre de carbón, lo que los asemeja a un apache. Por lo tanto, los “gatos hornos” son despreciados por los demás felinos. Cabe destacar que bajo circunstancias ordinarias ningún “gato horno”, aunque estudie mucho, puede aspirar al puesto de secretario. Sin embargo, dado que el jefe de la oficina era el Gato Negro, el asunto fue distinto. De los cuarenta mininos que presentaron su solicitud, él decidió elegir al Gato Horno.

En el centro de la gran oficina hay una mesa con un raso rojo y frente a ésta se acomoda, inconmoviblemente, el jefe: el Gato Negro. A su derecha se encuentran el primer y tercer secretarios (Gato Blanco y Gata Calicó) y a su izquierda están el segundo y cuarto secretarios (Gato Atigrado y Gato Horno). Cada uno está sentado correctamente en sus sillas frente una pequeña mesa. Ahora bien, se estará preguntado de qué les sirve a los mininos saber sobre historia y geografía. He aquí un ejemplo.

Un día alguien llama a la puerta. El jefe de la oficina, el Gato Negro, introduce sus manos dentro de las bolsas y arrogantemente ulula:

-¡Entre!

Los cuatro secretarios no se inmutan y siguen investigando sus apuntes con sus cabezas inclinadas. En eso entra el Gato Extravagante.

-¿Cuál es su asunto? -dice el jefe.

-Yo quisiera ir a la región de Bering. Quiero comer “ratones graciares”. ¿Dónde me aconseja ir?

-Hum… Bien. ¡Primer secretario! Diga dónde es el hábitat de los “ratones graciares”.

El primer secretario abre sus apuntes de portada azul y contesta:

-¡Es en Usuteragomena, Nobaskaiya, en la cuenca del río Fusa!

El jefe de la oficina le dijo al Gato Extravagante.

-Usuteragomena, Noba… ¿qué más?

-Nobaskaiya -dijeron al mismo tiempo el primer secretario y el Gato Extravagante.

-¡Claro! Nobaskaiya. ¿Qué más viene después?

-El río Fusa -dijeron de nuevo al mismo tiempo el Gato Extravagante y el primer secretario, lo cual puso en una situación embarazosa al jefe de la oficina.

-Bien, bien. El río Fusa es el mejor lugar.

-Otra pregunta, ¿cuáles son las precauciones qué debe tener uno cuando viaje a ese lugar?

-Hum… Bien. ¡Segundo secretario! Diga las precauciones que debe tener un excursionista que viaja hacia la región de Bering.

-¡Sí, jefe! -El segundo secretario hojeó sus apuntes y dijo-: Los michos de verano no son aptos para viajar.

En ese momento, por alguna razón, todos los felinos fijaron su vista en el Gato Horno.

-Los michos de invierno también tienen que tener mucho cuidado. En las cercanías de Hakodate, existe el peligro de ser atraídos por la carne de caballo. Especialmente, si los gatos negros expresan airadamente su naturaleza felina existe una gran posibilidad de ser confundidos por “zorros negros” y ser víctima de persecuciones.

-Bien. Es como lo dijo él. Usted no es un gato negro como yo, así que no tiene que preocuparse mucho. Nada más tenga cuidado con la carne de caballo en Hakodate.

-Ahora, mi siguiente duda es quiénes son las personas más influyentes allá.

-Tercera secretaria, ¡mencione los nombres de las personas más influyentes en la región de Bering!

-¡Sí, jefe! Son… en la región de Bering … Sí, son dos personas: Tovasky y Genzosky.

-¿Quiénes son estos dos tipos: Tovasky y Genzosky?

-Cuarto secretario. ¡Diga una semblanza sobre Tovasky y Genzosky!

-¡Sí, jefe!

El cuarto secretario, el Gato Horno ya tenía puestas cada una de sus cortas manos en las secciones en donde estaba la información sobre Tovasky y Genzosky, lo cual llamó la admiración del jefe de la oficina y el Gato Extravagante. Sin embargo, los otros tres secretarios lo vieron con ojos burlones y le sonrieron con desprecio. El Gato Horno no prestó mucha atención a esas miradas y leyó con todos sus esfuerzos sus apuntes:

-Tovasky es la cabeza de una tribu. Tiene una gran influencia moral y posee unos ojos brillosos y una mirada penetrante, pero es un poco lento al hablar. Por su parte, Genzosky es una persona adinerada. Tiene una reacción lenta al hablar, pero tiene una mirada penetrante.

-Con esto me es suficiente. Me quedó claro todo. Muchas Gracias

El Gato extravagante dijo esto y se fue por donde vino.

Queda claro, entonces, que la oficina gatuna era muy útil para los gatos. Empero, justamente seis meses después de este episodio, la sexta oficina gatuna fue disuelta. Creo que ustedes ya se dieron cuenta del por qué.

El Cuarto Secretario, el Gato Horno, era odiado desmedidamente por los tres secretarios, quienes tenían mejor rango. Especialmente, la tercera secretaria, la Gata Calicó, no podía reprimir sus ganas de hacer el trabajo encomendado al Gato Horno. Ante esto, el Gato Horno se las ingenió para mejorar su imagen frente a los otros mininos, pero no logró el resultado esperado.

Por ejemplo, un día el Gato Atigrado, que estaba sentado junto a él, puso su almuerzo encima de su escritorio y se dispuso a comer. En ese momento lo atacó el sueño y bostezó. Así, estiró con todas su fuerzas sus cortas extremidades. Dentro de la sociedad felina no es una ofensa hacerlo, inclusive frente a sus superiores. En el mundo de los humanos sería como enrollarse los bigotes. No obstante, el error que cometió el Gato Atigrado fue haber dejado erguida las piernas y hacer que el escritorio quedase como una pequeña colina. La caja en donde estaba el almuerzo se deslizó y cayó al piso, justamente enfrente del jefe de la oficina. No hubo daños en la caja porque estaba hecha de aluminio. Así, el Gato Atigrado se reincorporó rápidamente. Estiró sus manos por encima del escritorio y buscó recoger la caja, pero como sus extremidades eran tan cortas no pudo tomarla de manera correcta. La caja se deslizaba de lado a lado complicando la situación.

Mientras mordía crujientemente un pan, el Gato Negro le dijo sonriendo:

-Oye, es imposible. Nunca vas a alcanzarla

En ese momento, el cuarto secretario, el Gato Horno, acababa de abrir correctamente la caja de su almuerzo, pero al ver la situación se paró inmediatamente y recogió la caja y se la intentó pasar al Gato Atigrado. Sin embargo, el minino en cuestión se puso furioso, rehusándose a recibirla y colocó sus manos atrás. Finalmente, con una ira desmedida, moviendo su cuerpo, le exclamó:

-¡Es un insulto! Estás diciéndome que yo me coma ese almuerzo. Eres un sinvergüenza. Estás pidiéndome que me trague algo que se cayó al piso

-No, cómo cree… Es que como usted no podía recoger la caja, yo sólo se la estaba pasando…

-¿En qué momento intenté recogerla, eh? Yo lo hice nada más porque era una ofensa para nuestro jefe que esa caja haya caído frente a él. Además, yo sólo quería dejarla debajo de mi escritorio, no recogerla.

-Perdone, no me di cuenta, pero como veía que la caja se movía de lado a lado, pues…

-¡Qué desgraciado eres! Exijo un duelo…

-Ya, ya, ya, ya -el jefe gritó en voz alta, casi gorjeando. Esto lo hizo adrede para evitar que los michos se batieran en duelo.

-¡Dejen de pelearse! El Gato Horno no recogió la caja para que tú, Gato Atigrado, te comieras ese almuerzo. Por cierto, Gato Atigrado, se me olvidó decirte esta mañana que tu sueldo mensual aumentó diez centavos.

El Gato Atigrado lucía enfadado y bajó la cabeza, mientras escuchaba las palabras del jefe, pero al final se mostró satisfecho y le dijo, sonriente:

-Jefe, disculpe por este altercado, le ruego que me perdone -y se sentó mirando con ojos de odio al Gato Horno-. Estimados amigos, siento una profunda compasión por el Gato Horno.

Tras este incidente, y después de cinco o seis días, tuvo lugar una situación similar. Hay dos razones que explican la ocurrencia de estas disputas. La primera es la naturaleza indolente de los gatos y la otra es que las patas delanteras de los gatos, es decir sus manos, son demasiado cortas.

Esta vez el problema fue con la tercera secretaria, la Gata Calicó. En la mañana, antes de empezar a trabajar, ella dejó caer su pluma y ésta rodó por el piso. La Gata Calicó podía muy bien pararse y recogerla, pero como era perezosa hizo lo mismo que el Gato Atigrado anteriormente: puso sus dos extremidades encima de la mesa e intentó recoger en esa posición la pluma. Obviamente, no iba a alcanzar. La Gata Calicó era muy baja de estatura y comenzó paulatinamente a subir su cuerpo hasta que finalmente sus patas se alejaron por completo de su silla. El Gato Horno dudó un momento en recoger la pluma. Aún seguía fresca la experiencia de la vez pasada. Así estuvo un rato titubeando mientras parpadeaba, pero ya no aguantó más tanta indiferencia ante la situación y se puso de pie.

Justo en ese momento, sin embargo, la Gata Calicó se cayó, lastimándose muy fuerte la cabeza. Como fue un ruido tan gigantesco, el Gato Negro, el jefe de la oficina, se puso de pie también y buscó en la repisa trasera la botella de agua con amoniaco para que su subordinada recuperara la conciencia, pero la Gata Calicó se incorporó de inmediato y sumamente irritada dijo, gritando:

-¡Desgraciado Gato Horno, cómo te atreviste a empujarme!

El jefe buscó apaciguarla.

-Gata Calicó. Estás en un error. Todo fue tu culpa. El Gato Horno sólo se paró para hacerte una cortesía. Ni siquiera te tocó. Sin embargo, bueno… este tipo de detalles no son la gran cosa… Mejor… bueno, entrega el cambio de domicilio de Santotan -el fefe dijo esto y se puso a trabajar de inmediato. Sin más remedio la Gata Calicó reanudó sus labores, pero con una mirada de desprecio dirigida al Gato Horno.

Todo esto era un gran sufrimiento para el Gato Horno, y para salir de este embrollo decidió dormir en las ventanas como suelen hacer los otros mininos. Sin embargo, no pudo contener sus estornudos en las noches frías y, finalmente, regresó de nuevo a la estufa. El micho se preguntó a sí mismo:

-¿Por qué me da tanto frío? Es porque tengo la piel muy delgada. Entonces, ¿por qué tengo la piel tan delgada? Porque nací en los días de canículas. Todo es mi culpa. No tiene remedio -pensó el Gato Horno, y acumuló una lágrima en sus redondos ojos-. Sin embargo el jefe siempre me trata con tanta amabilidad y todos mis camaradas, los gatos hornos, se sienten orgullosos de mí porque estoy en la oficina. No puedo claudicar, no importa cuánto sea el sufrimiento, no me voy a rendir. ¡Voy a superarlo! -dijo llorando el Gato Horno mientras empuñaba la mano.

Y no obstante, el jefe resultó ser una persona de poca confianza. Los gatos parecen inteligentes, pero en el fondo son unos idiotas.

Un día, para su mala fortuna, el Gato Horno se enfermó de gripe y se le inflamaron las articulaciones de la patas, impidiéndole caminar y obligándolo a descansar un día. Luchó con todas sus fuerzas pero era imposible. Lloró y lloró mientras observaba la luz que salía por la pequeña ventana del cobertizo. Lloró todo el día, frotándose los ojos.

Y mientras eso sucedía, en la oficina ocurrió lo siguiente:

-¿Qué pasa? ¿No ha llegado el Gato Horno? -preguntó el jefe.

-De seguro se fue de paseo a la playa -dijo el Gato Blanco.

-No lo creo. Ha de estar de parranda -opinó el Gato Atigrado.

-¿Hay alguna fiesta hoy? -preguntó sorprendido el jefe de la oficina. No había fiesta felina alguna a la que no lo invitaran a él.

-Dijo que hay una ceremonia de apertura escolar en el norte.

-¿En serio? -el Gato Negro guardó silencio y comenzó a pensar en voz baja.

-¿Y por qué invitaron al Gato Horno -inquirió la Gata Calicó.

-En estos días lo invitan a todas partes. Al parecer se dice por ahí que va a ser el siguiente jefe de la oficina. Y por ello todos esos estúpidos le están haciendo la barba para mantenerlo de humor.

-¿Es verdad eso? -exclamó el Gato Negro.

-¡Claro que es verdad, señor! ¿Por qué no lo investiga usted mismo? -dijo con una voz llena de saña la Gata Calicó.

-¿Qué se cree ese bastardo? Yo que tanto he hecho por ese idiota. Si esa es su jugada, entonces yo tengo una mejor mano.

Después de eso, se hizo el silenció en la oficina durante un buen rato.

Al siguiente día bajó la inflamación de las patas del Gato Horno. Ya contento se fue a trabajar temprano y llegó a la oficina esquivando las duras ventiscas. Al llegar se dio cuenta que sus preciados apuntes que estaban siempre encima de su escritorio habían desaparecido. Aquellas libretas, que eran como sus hijas, las encontró repartidas en las otras tres mesas.

-Ah, ayer fue un día muy arduo -dijo en voz alta el Gato Horno, aunque por alguna razón sentía una gran tensión. En eso, se abrió la puerta y entró la Gata Calicó.

-Muy buenos días -el Gato Horno se puso de pie y la saludó, pero ella no dijo nada y se sentó. Después comenzó a hojear sus apuntes como si estuviese muy ocupada.

Un nuevo ruido se escuchó. Era el sonido de la puerta; entró el Gato Atigrado.

-Muy buenos días -el Gato Horno se puso nuevamente de pie e hizo una reverencia, pero el micho no hizo ningún intento por verlo.

-Muy buenos días -dijo la Gata Calicó.

-Buenos días. ¡Qué terrible viento, no crees! -contento, el Gato Atigrado se puso de inmediato a hojear sus apuntes.

Otro nuevo ruido. Era el Gato Blanco que entraba a la oficina.

-Muy buenos días -dijeron el Gato Atigrado y la Gata Calicó.

-Buenos, ¡Qué terrible viento! -dijo el Gato Blanco y comenzó sus actividades laborales. Para ese momento, el Gato Horno no tenía ya mucha fuerza y sin poder decir nada, bajó la cabeza para saludar al Gato Blanco, que ni siquiera se inmutó.

Un nuevo ruido se escuchó.

-Señores, ¡qué clase de vendaval!

Entró el Gato Negro, el jefe de la oficina.

-Muy buenos días, señor -los tres gatos se pusieron de pie e hicieron una reverencia. El Gato Horno estaba en la inopia, pero logró bajar la cabeza para saludar al jefe.

-Parece una tormenta -dijo el Gato Negro sin ver al Gato Horno y se dispuso de inmediato a trabajar.

-Bueno, hoy vamos a seguir con lo que hicimos ayer. Tenemos que hacer una pesquisa sobre los hermanos Amoniac y dar un veredicto. Segundo secretario, diga quién de ellos fue al Polo Sur.

Con estas palabras comenzaron las actividades en la oficina. El Gato Horno permaneció en silencio, completamente cabizbajo. No tenía sus apuntes. Quería decirles que no los tenía, pero no le salía la voz.

-Pan Polaris señor -respondió el Gato Atigrado.

-Muy bien. Transcriban Pan Polaris -dijo el Gato Negro.

-Ese es mi trabajo, pero no tengo mis apuntes -se dijo a sí mismo el Gato Horno. Parecía que iba a llorar.

-Pan Polaris regresó de su expedición del Polo Sur y murió en las costas de la Isla Yap. Su cuerpo fue enterrado en el mar -dijo el primer secretario, el Gato Blanco, leyendo los apuntes del Gato Horno. El Gato Horno estaba tan triste, tan acongojado, que comenzó a sentir un sabor agrio al interior de sus mejillas. Sentía que un chillido emanaba de ahí. Se contuvo mientras su cuerpo empequeñecía.

Dentro de la oficina la actividad laboral se intensificó y muchas de las tareas pudieron avanzarse. Todos veían, a cada tanto, al disminuido micho, pero evitaban decir palabra. Llegó entonces la hora del almuerzo. El Gato Horno no comió los alimentos que trajo. Puso las manos en sus rodillas y bajó la cabeza. Finalmente, a la una de la tarde, el Gato Horno no pudo contenerse más y comenzó a lloriquear y siguió llorando hasta la noche. Plañó tres horas y dejó de hacerlo para luego volver a soltar el llanto. Los demás felinos se mostraron indiferentes, no sin disfrutar esta humillación mientras seguían trabajando.

Aunque los gatos no se habían percatado, en esos momentos, en la ventana a espaldas del jefe de la oficina, asomaba la dorada cabellera de un solemne León, quien había visto suspicazmente lo que sucedía. De pronto, el León tocó la puerta y entró a la oficina. Los mininos, sorprendidos, comenzaron a deambular por todas partes, en tanto que el Gato Horno dejó de llorar y adoptó la posición de firmes.

El León dijo con una sólida y gran voz:

-¡Bola de idiotas, qué están haciendo! ¿De qué les sirve su estúpido conocimiento de la historia y la geografía, si tienen esa actitud? Dejen de hacer lo que hacen. ¡Ordeno que se clausure este lugar!

De esta manera la oficina quedó cerrada. En lo personal simpatizo con el León, pero sólo la mitad.

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