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Universidades


La discusión sobre el lucro: ¿acento correcto?

El subdirector del Centro de Estudios Públicos Harald Beyer analiza los mitos y verdades que esconde el tema del lucro en educación superior y advierte que uno de los aspectos cruciales que se olvida es si queremos un sistema más o menos selectivo. A continuación, presentamos un extracto del ensayo -que en su versión completa incluye también un estudio sobre el área escolar- que será publicado íntegramente en noviembre por el CEP. Sin duda, un aporte valiosísimo para el debate. Por Harald Beyer


Se discuten en el Congreso, particularmente en el Senado, dos proyectos de ley que reforman la Ley General de Educación. En sus aspectos esenciales, el primer proyecto aspira a prohibir la transferencia de recursos estatales de modo directo o indirecto a instituciones educacionales con fines de lucro. Así, los colegios pertenecientes a sostenedores que tengan este objetivo no podrían seguir recibiendo la subvención escolar y, por tanto, deberían, en la práctica, cerrar sus puertas o transformarse en instituciones sin fines de lucro. El proyecto nada dice respecto de cómo se produce la transición, pero cabe suponer que este cambio de reglas del juego tendrá que ser gradual, para evitar demandas por posibles perjuicios económicos. En educación superior, este planteamiento legislativo significa que los institutos profesionales y los centros de formación técnica con fines de lucro no podrían recibir a estudiantes beneficiados con la beca Nueva Milenio o el crédito con aval del Estado.

En el caso de las universidades, la ley las obliga a organizarse como corporaciones sin fines de lucro y, por tanto, podrían seguir recibiendo estudiantes beneficiados con becas y créditos con aval del Estado. Con todo, el segundo proyecto establece que si se trata de corporaciones sin fines de lucro “no podrán sostener vínculos contractuales, societarios, financieros o comerciales con sociedades que involucren a quienes integren los órganos de dirección, administración, ejecución y control de la corporación, y/o terceros relacionados societariamente o por vínculo de parentesco, hasta el tercer grado por consanguinidad y segundo grado por afinidad. Esta incompatibilidad será absoluta y su violación será causa suficiente para poner término al reconocimiento oficial otorgado por el Estado”. Más allá del impacto de esta disposición sobre la eficiencia organizacional de estas instituciones y de su efectividad para lograr el propósito implícito, es evidente que ella busca poner dificultades a las corporaciones sin fines de lucro que puedan estar retirando, a través de partes relacionadas, excedentes de la universidad. 

El efecto del proyecto sobre el nivel terciario, particularmente sobre los institutos profesionales y centros de formación técnica, sería significativo. Aproximadamente dos tercios de los estudiantes de estas modalidades asisten a instituciones con fines de lucro y si bien no todos ellos reciben crédito con aval del Estado, una proporción relevante accede a él. Con todo, su viabilidad está menos amenazada que en el nivel escolar, porque su evolución había sido importante incluso antes del desarrollo de ayudas estudiantiles como el crédito con aval del Estado. En ese sentido, existe la posibilidad, a diferencia de los sostenedores escolares, de que puedan mantenerse como instituciones sin fines de lucro, aun sin acceso a fondos públicos. Sin embargo, hay inversiones realizadas bajo las reglas pre-valecientes que tendrán que ser redimensionadas y que hacen pensar que el proceso de suprimir todo financiamiento estatal a las instituciones terciarias, si se insiste en este camino, tendrá que ser muy gradual, para no incentivar demandas civiles.

Obviamente, surgen dudas respecto de la capacidad de colocar en otras instituciones a los jóvenes que ya no puedan acceder a estos institutos profesionales y centros de formación técnica. ¿Tendrán aquéllas la capacidad o el deseo de financiar las inversiones requeridas? Alternativamente puede pensarse que corresponde revisar el aumento que ha exhibido la cobertura en educación superior en los últimos años y, por tanto, no sería tan grave que se detuviera o se redujese en el margen la cobertura alcanzada en educación superior. Claro que estas complejidades, que han emergido en el transcurso del debate de este proyecto en la comisión de Educación del Senado, podrían ser consideradas meramente accesorias y que no se hacen cargo del fondo del proyecto. A la base de éste se encuentra la idea de que instituciones educacionales que aspiran a obtener excedentes nunca podrán proveer una educación de calidad aceptable, porque existe una tensión inevitable entre estos dos propósitos.

Antes de elaborar más sobre esta tensión, es importante reconocer que en el nivel terciario es casi imposible que una institución con fines de lucro sea una universidad compleja; es decir, una donde existe investigación de alto nivel y se desempeña un número elevado de docentes que no sólo hacen clases sino que investigan en asuntos de su especialidad. Las únicas instituciones de estas características son estatales o privadas sin fines de lucro. Esta realidad obedece básicamente a que crear una universidad compleja requiere de muchos recursos que sólo son posibles de obtener del erario público o de donaciones privadas. Precisamente es ese costo el que explica porqué sólo una pequeña proporción de las instituciones de educación superior en las más diversas latitudes realiza investigación avanzada. Sucede, además, que estas instituciones suelen ser las más selectivas y las que atraen a los mejores estudiantes. Esta capacidad aumenta a su vez la posibilidad de atraer a los mejores investigadores. Se produce así un círculo virtuoso que es propio de las características de este nivel educativo. Pretender que todas las instituciones terciarias o incluso que todas las universidades sean complejas no es la política de educación superior más apropiada. Puede haber, entonces, espacio para instituciones menos complejas que reciban a los estudiantes que no son admitidos en las instituciones más selectivas. 

Sostener, asimismo, que en las instituciones estatales o sin fines de lucro el único objetivo de sus “controladores” es la calidad de la educación es de difícil aceptación. En estas instituciones se entrecruzan distintos propósitos. En la educación estatal, por ejemplo, el riesgo de corporativización es alto y en las instituciones sin fines de lucro la educación puede ser un camino para satisfacer otra misión. Esta realidad compleja obliga a dudar sobre las afirmaciones categóricas y, en ausencia de evidencia categórica. Lo aconsejable sería actuar con cautela. En este contexto, no es raro que la población enfrente con matices la cuestión del lucro. Así, un 80 por ciento de la población enfrentada a manifestar acuerdo o desacuerdo con la posibilidad de que los colegios o las universidades tengan fines de lucro se inclina por la segunda alternativa. Es posible que el concepto no sea comprendido cabalmente y englobe de un modo simbólico todos los problemas que, a pesar de los avances ocurridos en el último tiempo, caracterizan a nuestra educación, tanto en el nivel escolar como en el terciario. De hecho, en 2006, en un momento de movilizaciones estudiantiles casi tan álgidas como las actuales, a un 66 por ciento de la población le parecía bien que existiesen colegios organizados como empresas privadas y que produjesen beneficios económicos para sus dueños. Por supuesto, la gran mayoría de las personas sostenía su posición sobre la base de que estos colegios tuviesen un nivel educacional aceptable, cumpliesen las leyes y los padres estuviesen enterados de esta situación. Una exigencia que es esperable en esta o en otras áreas. Para avanzar en este asunto revisaremos alguna evidencia, enfocándonos en este artículo en la educación superior.

La educación superior

La realidad en el nivel terciario es bastante compleja. Tiene la característica de ser muy selectiva: los estudiantes se clasifican en distintas instituciones de acuerdo a las habilidades medidas en pruebas de selección especialmente diseñadas para cumplir este propósito. Un sistema de acceso amplio será, entonces, muy segmentado en función de los puntajes obtenidos en el proceso de admisiones a la educación superior

En países donde el acceso a la universidad es muy restringido conviven unas pocas instituciones que, en términos de su complejidad, son muy similares entre sí. En sistemas de acceso más amplio cabría esperar que hubiese una mayor diversidad de instituciones. Como hemos dicho, establecer una institución compleja con un grupo amplio de investigadores y académicos, junto con una oferta diversa de programas de formación, requiere muchos recursos. Son pocas las instituciones que los pueden reunir y ellas son habitualmente estatales o privadas que reciben importantes donaciones. Por la naturaleza de los procesos de creación científica y de investigación, no resulta atractivo diluir los recursos.

Por eso, incluso en sistemas predominantemente estatales y de acceso menos restringido, un grupo minoritario de instituciones concentra el grueso de los recursos públicos asignados a educación superior, produciendo una diversidad de instituciones. Un ejemplo es el caso de Inglaterra, donde 20 instituciones de un total de 254 (cifra que incluye los institutos de formación profesional) reciben el 40 por ciento de los fondos públicos para educación superior, cifra que llega a casi 65 por ciento cuando se incluyen los recursos para investigación. En Estados Unidos, un país con un sistema de educación superior muy heterogéneo, un 6,3 por ciento de las instituciones de educación superior, a las que asisten alrededor del 27 por ciento de los estudiantes que están en la educación post secundaria, son de carácter complejo, con niveles altos de investigación y programas de doctorados.

Inevitablemente, entonces, los sistemas de acceso más masivo a la educación superior tenderán a tener una mayor diversidad institucional. Las universidades complejas serán unas pocas que atraerán a los mejores estudiantes y a los investigadores más capacitados y reunirán un monto mayor de recursos. La replicación de este modelo universitario al resto del sistema no sólo es cara sino difícil de justificar, una vez que se tiene un número razonable de universidades complejas o con aspiraciones de serlo, desde el punto de vista del interés general y de los diversos actores educacionales. La variedad de instituciones en un sistema de estas características no sólo refleja diferencias en propósitos, visiones e incluso calidad sino, principalmente, el amplio espectro de capacidades y aspiraciones de los estudiantes que acceden a la educación superior. En un sistema más selectivo, ese espectro –por razones obvias– no está presente. Esta opción entre un sistema más o menos selectivo de acceso a la educación terciaria se soslaya en el debate. Sin embargo, es en estricto rigor el punto central del mismo. El cuadro siguiente, adaptado de una publicación reciente de la OCDE, sugiere con meridiana claridad que este es un aspecto que no se puede dejar de considerar. 

Es evidente en el cuadro A que los países europeos no han estado muy preocupados de aumentar el acceso a la educación superior, a pesar de que sus niveles de vida son muy superiores a los nuestros. En varios países europeos, la población con educación terciaria apenas ha crecido cuando se mira por grupos de edades y la proporción para las generaciones más jóvenes es bastante más baja que en Chile. Esta diferencia se va a hacer más evidente hacia el futuro, porque en los últimos años Chile ha aumentado significativamente su cobertura, mientras que en varios países europeos está se ha mantenido relativamente estable. El modelo chileno se parece más a la experiencia asiática. (Sigue...)

Es muy difícil decidir entre accesos más o menos selectivos a la educación superior. Hay buenas razones para pensar que el segundo “modelo” es superior para un país como Chile, a pesar de las desventajas que éste pueda presentar, siendo quizás la más visible la heterogeneidad observada en las instituciones de educación superior. Una razón poderosa para defender el segundo enfoque es la elevada desigualdad del país que, entre otras razones, se explica por el alto retorno privado promedio de la educación superior. Un graduado de la educación superior obtiene en Chile un ingreso que es casi cuatro veces superior al que obtiene un egresado de la educación secundaria. En cambio, en los países europeos esa relación es típicamente entre 1,4 y 1,7 veces. Hay reales posibilidades de mejorar las condiciones de vida de la población y de reducir las desigualdades de ingreso a través de un mayor acceso a la educación superior de jóvenes que antes no tenían esa opción. 

No es extraño, entonces, que una vez que se ofrecieran las posibilidades haya aumentado significativamente el número de estudiantes cursando la educación superior. El gráfico 1 permite observar la rápida evolución de la matrícula de pregrado, que pasó de 245 mil jóvenes en 1990 a 940 mil en 2010 (se estima que este año esta superó levemente el millón de estudiantes). Es importante notar que el crecimiento de esta matrícula aumentó con la creación del crédito con aval del Estado y la expansión de los programas de becas a partir de 2006. Desde entonces, la matrícula de pregrado se ha expandido a un ritmo superior que en los periodos previos, sugiriendo que existía un racionamiento de las oportunidades de acceso a la educación superior por ausencia de financiamiento estudiantil. Es posible notar que en la última parte de este periodo aumentan fuertemente las participaciones en la matrícula de pregrado de las universidades privadas que no forman parte del Consejo de Rectores y de los institutos profesionales. 


Actualmente un 62,5 por ciento de los matriculados en pregrado cursa estudios en una universidad. El resto asiste a un instituto profesional o centro de formación técnica. La ley trata distinto a estas instituciones. Mientras a las universidades las mandata a organizarse como corporaciones sin fines de lucro, a los institutos profesionales y centros de formación técnica les permite obtener ganancias. Sin embargo, podría sostenerse que hay un vacío en la legislación al no resolver si las personas o instituciones que aportan a la creación de una universidad tienen el derecho de recuperar la inversión realizada o sólo la pueden entender como una donación.

A este importante aumento de la matrícula han contribuido en forma diferenciada las diversas instituciones. El mayor crecimiento en la matrícula de pregrado entre 1990 y 2010 ocurrió en las universidades privadas, que expandieron su matrícula en casi mil 500 por ciento (claro que su partida es de niveles bajos) y luego los institutos profesionales, que la expandieron en 460 por ciento. Las universidades del Consejo de Rectores han expandido su matrícula sólo en 160 por ciento. Ello es consecuencia de que han privilegiado, en general y salvo excepciones, un proceso selectivo de admisiones. El promedio PSU más bajo el año pasado entre las universidades del Consejo de Rectores fue de 536 puntos. Pues bien, un 30 por ciento de los que rinden la PSU en cada generación tiene ese puntaje. El promedio PSU de admisión para las 16 universidades estatales fue de 580 puntos. Sólo un 19 por ciento de los estudiantes obtiene este puntaje o uno superior. Por cierto, hay distintas realidades en cada una de estas universidades y en las carreras que imparten. Pero, en general han mantenido el modelo de admisión selectiva que las caracterizaba desde sus orígenes. 

Las “nuevas” universidades privadas y los institutos profesionales son las organizaciones que han permitido el aumento en el acceso a la educación superior, particularmente de los grupos medios y bajos que antes estaban excluidos del sistema de educación superior atendida la selectividad del mismo. El gráfico 2 presenta la participación actual en la matrícula de pregrado de las distintas instituciones de educación superior. Es evidente que en la oferta general, por las razones antes expuestas, la participación de universidades estatales es reducida, como también lo es la oferta de universidades privadas tradicionales.
Indudablemente se podría haber privilegiado otro desarrollo de educación superior, pero para ello, entre otros aspectos, debería haber ocurrido que las universidades del Consejo de Rectores renunciaran a su vocación selectiva. Sin embargo, ello no necesariamente es una buena idea. Por diversas razones ellas son las que atraen, en promedio, la mayor investigación y a los mejores académicos. Desarrollar universidades complejas es caro y los mejores estudiantes suelen concentrarse en ellas. Esta conjunción de elementos es precisamente la que permite sostenerlas. Es discutible, entonces, que una fuerte expansión en estas instituciones se haya podido sostener manteniendo los criterios de excelencia a los que aspiran (por supuesto, se puede discutir si los instrumentos de selección actuales eligen de modo efectivo a los “mejores” estudiantes, definidos como aquellos de mejor rendimiento académico en las carreras seleccionadas, pero ello trasciende estas notas).

La distribución de la oferta de cada uno de los Sub-sectores es ambigua. En el sector universitario, en teoría, todas las instituciones son sin fines de lucro, pero es conocido que se han traspasado activos, aunque este hecho, por las razones antes señaladas, no prueba que se esté incumpliendo la ley vigente. Hay universidades que han declarado muy explícitamente que son sin fines de lucro mientras hay otras que no se han manifestado mayormente sobre este asunto. Sobre esta base se puede hacer una distinción arbitraria sobre las instituciones universitarias. Esa distinción tiene ese carácter porque está basada sólo en información dispersa y en declaraciones de algunas instituciones de que reinvierten todos sus excedentes. Si se distingue entre las universidades de acuerdo a esta realidad, la distribución de la matrícula de pregrado es la que se refleja en el gráfico 3a. En el caso de los institutos profesionales la distinción es más clara, porque el lucro está permitido. Sin embargo, también hay casos ambiguos. En todo caso, se puede distinguir entre instituciones que se declaran como sin fines de lucro y el resto. La distribución de la matrícula en cada uno de los dos grupos se presenta en el gráfico 3. 

Más allá de las imperfecciones que tengan estas clasificaciones, no cabe duda de que el acceso a la educación superior ha podido ser sostenido por instituciones que no corresponden al perfil tradicional de las organizaciones más selectivas. Los estudiantes que acceden a las instituciones más numerosas tienen menos información de la deseable sobre su desempeño, pero es difícil pensar que desconocen que ellas no son universidades complejas. Sin embargo, ello no es incompatible con servir un propósito docente satisfactorio; particularmente, con ofrecer a sus egresados mejores perspectivas de las que están disponibles en nuestro país para una persona con una licencia de educación media. 

Un modelo de acceso más amplio tiene distintos riesgos; más todavía si la característica de nuestro sistema de educación superior es su formación excesivamente profesional. Así, podría producirse una sobreabundancia de profesionales esperando trabajar en las áreas para las que se han formado. Esta situación, aunque complicada, no necesariamente es dramática. Las competencias adquiridas por estos profesionales pueden ser útiles en muchos ámbitos. Por cierto, sería ideal una formación inicial más general con opciones posteriores de especialización, como ocurre en la mayoría de los sistemas de educación superior de los países más avanzados. 

Otro riesgo es que las nuevas instituciones acepten indiscriminadamente estudiantes con poca atención a sus habilidades sin que les importe mucho si ellos posteriormente desertan o tengan consideración por sus perspectivas laborales futuras. La asimetría de información existente entre la institución y el estudiante podría permitir que este equilibrio se sostuviese en el tiempo. El crédito con aval del Estado tiene algunos “seguros” al respecto, porque obliga a la institución a avalar el crédito del estudiante mientras cursa sus estudios (por supuesto, para los que pagan de su bolsillo ese riesgo sigue presente), haciendo costosa para la institución la aceptación de jóvenes con alto riesgo de desertar. Claro que la institución podría tener el incentivo a hacerlo terminar el programa elegido como sea y, luego, traspasar el problema al Estado que avala durante la vida activa del estudiante. 

En ese sentido, puede ser apropiado que el aval de la institución se extienda después de que ocurre el egreso por un periodo razonable o bien que el otorgamiento de créditos se haga más difícil (en el extremo imposible) si las proyecciones laborales de los egresados son pobres. Hay que comprender que estos riesgos son propios, aunque no exclusivos, de un sistema de acceso amplio a la educación superior. En un sistema de acceso más selectivo, esos riesgos suelen ser más acotados. Por eso que mucha de la discusión dice finalmente relación con la aceptación de un modelo más o menos selectivo. 

El grado en el que estos riesgos pueden estar haciéndose realidad requiere de un análisis más exhaustivo, pero la evidencia agregada sugiere que ellos no se han materializado con especial fuerza. El cuadro B, por ejemplo, presenta la distribución de la fuerza de trabajo por escolaridad y se aprecia un crecimiento fuerte en la población con educación superior completa, pero no ocurre lo mismo con la fuerza de trabajo que tiene estudios superiores incompletos. La proporción es la misma en 2009 que en 1990. Esto es consistente con algunos estudios que sugieren que la principal razón de deserción es de carácter vocacional. Así, muchos de los desertores serían aparentes y volverían a reintegrarse al sistema. Por cierto, es una situación que requiere monitoreo continuo.

Ahora bien, como sugiere el gráfico 4, tampoco parece existir una deterioro en las perspectivas salariales de los que han terminado su educación superior. La distribución de los ingresos de los graduados de la educación superior era en 2009 muy parecida a la de 1990, a pesar de que su importancia relativa en la fuerza de trabajo prácticamente se duplicó en ese periodo.

El gráfico 4 presenta la distribución de los ingresos de la ocupación principal para todos los graduados de educación superior en 1990 y 2009. Se hace por centiles; esto es, expresando los salarios que dividen al grupo en 100 grupos iguales. Se aprecia que, en general, la distribución de 2009 está por encima de la de 1990 (todos los graduados mejoraron su ingreso) y que la forma es muy similar, indicando que no se produjo un aumento en las brechas de ingreso. En la parte inferior de la distribución se observa en 2009 un deterioro respecto de 1990, pero ello es reflejo de la crisis económica que afectó a Chile ese año y que fue parte de un fenómeno global. No parecen sostenerse, entonces, los argumentos más alarmistas respecto de las perspectivas laborales de los nuevos jóvenes que han accedido a la educación superior. Por supuesto, esta situación podría ocurrir en el futuro y se debe estar atento a la evolución en esta situación. 

Las diferencias de salarios entre los egresados de la educación superior son significativas, incluso al interior de una misma carrera universitaria. El sistema de financiamiento vigente no se hace cargo de esta realidad y es una de sus grandes fallas, además una fuente significativa de incertidumbre para los estudiantes y sus familias. Estas diferencias de ingreso, como veíamos en el gráfico 4, no son producto de un acceso más masificado al sistema de educación superior, porque también se observaban antes. Claro que ahora afecta potencialmente a un mayor número de personas y, por tanto, podría notarse más. También podría ocurrir que este fenómeno estuviese altamente correlacionado con universidades específicas; es decir, los egresados provenientes de algunas de ellas se ubican mayoritariamente en la parte inferior de la distribución y los egresados de otras en la parte superior. Si este fuese el caso, los sistemas de apoyo deberían discriminar fuertemente de acuerdo a esta realidad. Ello sería una señal poderosa a los postulantes a esos programas y a las mismas instituciones

Los aranceles de referencia responden a un esfuerzo por controlar los aumentos en los valores de las carreras universitarias como consecuencia de la mayor demanda que significa un sistema más generoso de ayudas estudiantiles y un número creciente de estudiantes rindiendo la PSU. Se debe tener en mente que esta es una prueba estandarizada, con una media y una desviación estándar estables. Así, en cada rango de puntajes de la prueba la proporción de estudiantes es más o menos la misma, pero al crecer el número total de jóvenes que la rinde aumenta el número en cada rango. Como los estudiantes no eligen entre todas las instituciones sino en un grupo limitado de instituciones en función de sus puntajes, ha aumentado la demanda en cada uno de los segmentos. La oferta en cada segmento no es particularmente sensible, por lo que el resultado esperado es un aumento en el valor de las carreras universitarias. Así, de acuerdo al Consejo Nacional de Educación, las universidades del Consejo de Rectores han subido entre 2005 y 2011 sus aranceles reales en un 26 por ciento promedio. En cambio, las universidades privadas nuevas lo han hecho sólo en un 9 por ciento real. 

Esta presión debería debilitarse en el tiempo, toda vez que el crecimiento de la matrícula de pregrado debería moderarse; tanto porque el impulso provocado por las nuevas fuentes de financiamiento debería disminuir en intensidad con el paso del tiempo como por la caída en la tasa de fecundidad. Sin embargo, parece razonable atender la preocupación por la potencial inflación de aranceles que no es el resultado de aumentos de calidad en la educación superior, sino una forma de racionar la demanda al interior de cada uno de los segmentos. Una forma poco sofisticada de lograr este propósito es aprovechar el poder de compra del Estado y postular que las instituciones no podrán cobrarles más que el arancel de referencia a los estudiantes que reciben alguna ayuda del Estado. Es un mecanismo efectivo desde el punto de vista de su administración, pero que puede introducir distorsiones en la asignación de recursos, sobre todo si el arancel de referencia es un indicador imperfecto de los costos de docencia. 

Un mecanismo alternativo, de naturaleza similar, pero efectos distintos es “gravar” a las instituciones cuyo arancel supere el de referencia. El gravamen consistiría en un menor número de apoyos respecto de los que la institución solicita. El “impuesto”, es decir el número de estudiantes a los que no se les otorga apoyo, sería mayor mientras más alto sea el diferencial entre los aranceles efectivos y de referencia. En este esquema, el estudiante recibiría ofertas de crédito por institución, condicionadas al diferencial entre los aranceles efectivos y de referencia. La otra condición sería, siguiendo la propuesta mencionada más arriba, que el crédito no supere el valor esperado de pago de un egresado de la universidad y carrera elegida, si este monto resulta ser inferior al arancel de referencia. 

Conclusión

Introducir importantes correcciones al desarrollo de nuestro sistema educacional parece necesario. Algunas de ellas ya están en marcha. Otras vendrán pronto, pero transformar profundamente nuestro sistema educacional en lo que se refiere a la variada naturaleza de sus proveedores es de difícil justificación. La política educativa no debería estar guiada por transformaciones de efectos impredecibles y caros, sino por medidas que tengan posibilidades reales de producir cambios efectivos y eficientes. Para ello deben estar sustentadas en evidencia algo más robusta que la que se utiliza para pedir el fin del financiamiento público directo o indirecto a las instituciones con fines de lucro.



El Informe Brunner



Tres décadas cumple la Ley General de Universidades, que permitió la irrupción de instituciones privadas de estudios superiores en Chile. Fue polémica, no hay duda. Actualmente existen más de 177 entidades en todo el país. ¿Qué ha pasado desde 1981 y qué viene para el futuro? “Hay un cambio brutal en la composición del capital humano de la sociedad chilena”, explica el doctor en sociología y ex ministro de Frei. Por Vivian Berdicheski S.; fotos, Verónica Ortíz.

Es uno de los mayores expertos nacionales en educación. Autor de numerosos papers, libros y estudios, se mueve como pez en el agua al explayarse acerca de un tema que suele ser farragoso. Siempre desde una mirada concertacionista, claro. José Joaquín Brunner, ex ministro de Frei y militante del PPD, conoce como pocos el desarrollo de la educación universitaria en las últimas décadas en Chile y en esta entrevista entrega una mirada crítica a las consecuencias de la reforma a la Ley General de Universidades, de 1981, que permitió el ingreso de las instituciones privadas al sistema.

“En los 80, yo trabajaba en FLACSO y realizaba asesorías en educación por distintos países. En 1973 fui exonerado de mi cargo de profesor en la Universidad Católica por razones políticas y tenía prohibición de trabajar en cualquier otro organismo de educación superior cuando la ley vio la luz”, recuerda Brunner. 

El sociólogo remarca el contexto en que nació la legislación: después del golpe, el sistema educativo había sido intervenido y los cargos de rectores los ostentaban delegados de la Junta Militar, lo que quitó autonomía a las universidades. Con la ley de 1981 se dio un giro profundo en cuanto a políticas de educación, al permitir que los privados y las leyes del mercado se sumaran en la oferta de cursos y programas con grados académicos y títulos universitarios. ¿Cuál es el balance del proceso? Aquí, el ex ministro ofrece su evaluación.

-¿Cuál fue su primera impresión al conocer la ley?



-Siempre fui crítico, fundamentalmente porque introducía una suerte de mercado para la educación superior de una manera extraordinariamente gruesa, sin sofisticación en términos de las regulaciones. Y uno podía prever el tipo de consecuencias que traería un mercado regulado, ya que teníamos experiencias provenientes de afuera que nos daban ciertas señales de cómo funcionaba el sistema, sobre todo en Estados Unidos. A la ley le faltaban mecanismos de transparencia, información y sobre todo de aseguramiento a la calidad. A esa altura, nadie –salvo gente muy teórica con poco conocimiento práctico– podía sostener que el mercado por sí solo podía regular la calidad de la educación superior. Sin embargo, esa es la gran inspiración de la legislación del año 81. Por otro lado, fui crítico al sistema de financiamiento. Se vio claro que se reduciría en la práctica el monto total que se destinaba a educación superior por parte del Estado para transferir a los privados una buena parte del costo.

-¿Las universidades privadas no recibieron fondos del Estado, sobre todo en los primeros años?



-Ocurre que el monto total que se destinaba a las ocho universidades empezó a caer a lo largo de los 80. A partir de la ley del 81, se crearon universidades privadas que no recibían dinero del Estado o algo muy marginal, y el número de alumnos creció muy poco. Entre 1973 y 1990, el sistema se estancó desde el punto de vista de la participación. De hecho, entre el 73 y el 81 cayó la matrícula; y entre el 80 y el 90 creció algo. El sistema adquirió dinamismo en los 90, producto de nuevas políticas de financiamiento por parte del gobierno.

-Si asesores y funcionarios clave del gobierno militar venían de estudiar en Estados Unidos, ¿por qué no sé replicó el sistema norteamericano?


-La resistencia fue netamente ideológica. Era tan fuerte la fascinación con los mercados que se creyó que un solo sistema, como el precio de mercado, era capaz de regular cualquier aspecto de la sociedad. Así que no miraron la realidad de otros países. Estados Unidos tenía desde hacía más de 50 años el sistema de acreditación y perfectamente Chile lo pudo haber establecido, pero no lo hizo hasta 1995, porque se pensaba que si los estudiantes podían elegir y había competencia entre las instituciones, entonces, las malas universidades iban a morir. Un error que está demostrado porque en educación existen muchas asimetrías de información; los únicos que saben la calidad de lo que están ofreciendo son las autoridades universitarias y los profesores. Para los padres y los estudiantes es extraordinariamente difícil y recién llegan a saber lo que entre comillas compraron una vez que ingresan al mercado laboral, cuando ya es demasiado tarde.

-¿Cuáles son los hitos de esto 30 años?


-Ha corrido mucho agua desde la ley, y son varios los momentos que marcan la historia de la sociedad ligada a la universidad. Primero, es el planteamiento de que se puede tener una educación de calidad al abrir el mercado a la educación superior. Hito dos: la dictación de la Ley Orgánica de Educación (LOCE) a pocos días del término del gobierno de Pinochet. Pero la transformación más grande proviene de mediados de los 90, con el sistema de aseguramiento a la calidad de la educación; al principio de manera experimental y luego, formalmente, con la ley de aseguramiento a la calidad que crea el régimen de acreditación. Después de 2000, sobresale como hecho clave la creación del crédito con aval del Estado, que fue lo que realmente permitió una segunda explosión de la matrícula y el acceso de muchos jóvenes de modestos recursos a la educación superior. Y que hoy ha sido uno de los puntos más discutidos por la Confech y el gobierno. 

-¿El segmento qué más ha cambiado en estas tres décadas ha sido el estudiantado, en términos cualitativos y cuantitativos?


-Radicalmente. Hasta 1990, el grueso de los estudiantes venía de los dos quintiles de mayores ingresos de la sociedad y marginalmente de los otros tres. Hoy, si se observa la matrícula, la principal dinámica de acceso a las universidades son alumnos que vienen de los quintiles 1, 2 y 3. En la práctica, los dos más ricos ya están instalados en la educación superior, por lo tanto, hay un acceso masivo de los jóvenes que provienen de familias de menores ingresos; sobre todo, después de 2004, cuando se crea el CAE. El 75% de los estudiantes que hoy cursan educación superior en universidades y centros de formación técnica es primera generación. Este es por lejos uno de los cambios más grandes que ha experimentado la sociedad chilena en los últimos 20 años. Los graduados pasaron de ser 25 mil en 1990 a 120.000 en 2009. Eso genera un cambio brutalmente profundo en la composición del capital humano de la sociedad chilena.

-¿El mercado está preparado para recibir tal cantidad de ilustrados? 


-Es un riesgo. Se supone que la economía está creando un alto número de empleo todos los años. Sin embargo, crear trabajos de bajo nivel de calificación resulta bastante más simple que generar puestos para técnicos, profesionales y ejecutivos calificados desde el punto de vista del conocimiento. Hoy, las remuneraciones promedio en varias profesiones tienden a bajar y la brecha entre los que ganan más y menos aumenta.

-¿Qué pasa con un alumno que ha hecho un gran esfuerzo económico y comprueba la existencia de estas brechas?


-Precisamente lo que estamos viendo en las calles. Toda la seguridad asociada al estatus profesional está cambiando radicalmente; la incertidumbre se metió en la piel de los estudiantes y de la sociedad. Es tan evidente el problema que nadie queda indiferente. La mayoría de estos muchachos son primera generación en la universidad y vienen todavía con la idea de que van a conquistar algo que los padres de otros jóvenes llegaron a conquistar, que es estatus. Lo cierto es que no van conquistar nada de eso; el mercado laboral está altamente competitivo, los sueldos promedio no son altos y el recién graduado sale endeudado de su universidad.

-¿Es pesimista?


- No. Lo que pasa es que tenemos que cambiar la mirada. Hoy, la educación superior dejó de ser “superior”, alta, excelsa, en el sentido más habitual de la palabra. Hoy, a los 21 años, vas a tener tu primer título de pregrado, pero no será lo más alto que vas a alcanzar. Se supone que un número creciente de gente hace diplomados, especializaciones, maestrías, etc. y te formas a lo largo de la vida hasta los 60 años por la lucha en el mercado laboral, y eso es el futuro: lo que se llama educación terciaria. Es decir, aquella que sigue a la primaria y a la secundaria. No es más que eso. Una educación que pronto será, igual que los dos niveles anteriores, universal. Al alcance de todos. 
-En todo este proceso, ¿cómo evalúa el papel del Estado?


-Muy insuficiente. Aunque ha ido mejorando y aprendiendo a lo largo del tiempo, también los problemas han ido cambiando. Es completamente distinto regular un sistema para 250 mil alumnos que uno para 1.100.000. Es distinto imaginar un sistema de acreditación para 800 carreras que para 6.000 que tenemos ahora. O financiar becas y créditos, cuando en la década de los 90 se los dábamos a 50 mil alumnos y ahora a 600.000. El Estado no puede resolver nunca de manera definitiva los problemas, porque sólo lo hace para una fase, mientras el sistema crece de manera dinámica y siempre va generando nuevos problemas.

-Si los problemas de la educación son cíclicos, ¿qué viene ahora?


-El primer problema a solucionar ahora es re-balancear el gasto del Estado y el de las familias, para que los padres no se lleven el gran peso de la inversión en la educación superior. Segundo: ¿cómo acreditamos un sistema tan grande y complejo como el actual? ¿Sirven las evaluaciones que se realizan en la actualidad o se necesitan nuevos parámetros para saber si las carreras que se imparten son de calidad o no? Además, vamos a pasar de una educación superior masiva a una universal; va a llegar un momento en los próximos 20 años en que la educación superior o terciaria va ser efectivamente para el 90% de la población. Y la diferenciación entre un graduado y otros serán los diplomados, los posgrados. Ahí van a estar las competencias más escasas. Por otro lado, las nuevas tecnologías de información y comunicación, como Internet, van a cambiar la forma de distribuir el conocimiento y las maneras de enseñar y aprender. Estamos recién al comienzo de esta revolución.

-¿Habríamos llegado a este mismo punto si no se hubiese promulgado la Ley General de Universidades? 



-Tendríamos algo muy parecido a lo que tenemos hoy; me refiero a que los procesos de masificación habrían ocurrido con o sin universidades privadas. De hecho, en varios países de Europa la universalización ocurrió con las universidades de carácter público, pero además se crearon nuevas y se siguen fundando. En otros países, como Estados Unidos, se han masificado y universalizado los sistemas a través de regímenes mixtos, es decir, con instituciones estatales, privadas, subvencionadas y privadas sin apoyo fiscal. 

-Algunos argumentan que la reforma del 81 sirvió para hacer más democrática la educación superior.


-Eso es vestirse con ropa ajena; algo que suele hacer la gente que defiende la ley del 81. La verdad es que entre el año 1973 y el 90 no hubo crecimiento significativo de la educación superior; por el contrario, el país perdió posiciones en el mundo en este ámbito. La explosión vino después de los 90, a partir del nuevo contexto social y con políticas para financiar créditos y becas de apoyo a las instituciones. Además, resulta casi de mal gusto sostener que la reforma del 81, realizada en medio de una dictadura y con las universidades intervenidas y vigiladas, fue un impulso a su democratización. Es absurdo. 

-¿Cómo ve el futuro?


-Pienso que va a mejorar positivamente nuestra educación superior, como ha venido ocurriendo desde 1990. Se va a crear un régimen más equilibrado de financiamiento, en el que el Estado va a invertir más y, a su vez, los particulares van a disminuir la carga que llevan sobre sus espaldas para costear la educación superior. Se va a crear un sistema más sano, más equitativo para la gente. Y si hacemos las cosas de manera racional habrá también mayor financiamiento para las instituciones, de modo que éstas puedan incrementar su volumen y la calidad de su docencia e investigación. 

-Una manera de hacerlo es vinculando a la empresa privada en el ámbito de la universidad.



-Ese es un tema de futuro que ya partió. Ya hay universidades en el país, como la Chile y la Católica, para nombrar las principales, que tienen una serie de vínculos interesantes de generación de productos y servicios de conocimiento y tecnologías que van al mercado y adquieren allí un valor comercial. Eso le interesa a la empresa porque es parte de su innovación y competitividad. Por otro lado, les interesa a las universidades –ya sean privadas o estatales– porque forma parte de sus ingresos y les permite canalizar conocimiento ya no sólo hacia la investigación pura o básica sino también hacia un tipo de actividades que tiene impacto sobre la economía y genera beneficios para el conjunto de la sociedad. 

-¿No hay riesgos de que los intereses comerciales se vuelvan prioritarios?


-Claro que los hay. Si uno mira la experiencia de países más avanzados, uno de los capítulos mayores de las preocupaciones actuales de las universidades de investigación tiene que ver, justamente, con su vínculo con las empresas. Claro que hay riesgos. Por ejemplo, sujetar la publicación de descubrimientos a la voluntad de la empresa que financia la investigación; o favorecer con informes expertos a una industria que financia a la universidad. Por cierto, aquí las políticas públicas juegan un rol fundamental, ya que pueden dar incentivos a las empresas para trabajar con las universidades, por un lado; pero por otro, regular esa relación de manera que la universidad no pierda su alma en el mercado, o en el lucro, como está de moda decir en Chile. 


El aporte de las privadas


La masificación de la educación superior ha sido la política social más eficiente que ha tenido Chile en los últimos 30 años.


A tres décadas de la publicación de la ley que permitió la creación de nuevas universidades privadas, el país, para sorpresa de muchos, se ve sumido en una profunda crisis en torno a la educación superior. Rápidamente se instaló la idea de que el aporte de las nuevas instituciones ha sido, en el mejor de los casos, nulo; creándose más bien la sensación de que el sistema privado es sinónimo de mala calidad y de que sería formador de cesantes ilustrados. Esta visión, sin embargo, tiene poco que ver con la realidad, que nos muestra que el aporte del sistema privado de educación superior ha sido significativo en muchos aspectos, pero especialmente en lo que se refiere a mejorar la equidad y a disminuir la pobreza en nuestro país.

En primer lugar hay que destacar el hecho de que, durante estos 30 años, la educación superior se logró masificar en Chile, pasando de 100 mil alumnos a más de un millón. Esto, que muchas veces se mira con desgano, es fundamental. En la sociedad moderna, la educación universitaria o técnica es clave para el desarrollo de las personas y de los países. En simple, las sociedades de alto nivel de ingreso son también sociedades de alto nivel de educación. Las personas de alto nivel de ingreso son también personas de alto nivel de educación. Por ende, abrir el sistema a más personas era fundamental. En Chile esto es evidente. De acuerdo a las cifras disponibles, el nivel de ingreso de una persona se triplica cuando tiene estudios universitarios y se multiplica por 1,5 cuando se tiene una formación técnica.


Por Andrés Benítez
Rector Universidad Adolfo Ibáñez

Por ello, no es raro que el sueño del “hijo profesional” sea la aspiración más sentida de la familia moderna. Y ese sueño, al menos en lo que se refiere a cobertura, es hoy en Chile una realidad. Cerca del 70% de las personas que están en el sistema de educación superior es de primera generación. Esto es, son los primeros de su familia en estudiar en una universidad o en un instituto profesional.

¿Dónde estudian? Mayoritariamente, en instituciones creadas en los últimos 30 años. Si uno toma la matrícula total del sistema, se tiene que dos tercios de los alumnos están en universidades privadas, institutos o centros de formación técnica. Y un dato que es aún más relevante: el 80% de los alumnos más pobres del país, los del primer quintil de ingreso, estudian en estas instituciones. Sólo el 20% de ellos lo hace en universidades tradicionales. Es claro, entonces, que el sistema no se hubiera podido masificar sin la incorporación de estas nuevas instituciones. 

La crítica más recurrente es que, si bien el sistema privado ha provocado masividad, ésta no ha ido acompañada de la necesaria calidad. Eso también es falso. Porque, si uno mira indicadores duros de calidad, se aprecia que hay universidades de buena y de regular calidad en todos los grupos: públicas, privadas tradicionales y privadas no tradicionales. Basta decir que más del 40% de las universidades públicas tiene tres o menos años de acreditación. Lo mismo sucede con el 60% de las privadas, que tienen menos años de historia y casi ningún apoyo del Estado.

Pero, más allá de quién es mejor o peor, lo importante es que el sistema en su conjunto ha provocado la mayor transformación social que ha vivido Chile en su historia moderna. Sabemos que nuestro país tiene una de las 15 peores distribuciones de ingreso del mundo y que ello no ha cambiado mucho en los últimos años. Pero si se mira la distribución de ingreso de los jóvenes chilenos, se observa una notoria mejoría; y esto se explica, básicamente, por la mayor educación y, específicamente, por la educación superior. De esta manera, se puede decir que la masificación de la educación superior ha sido la política social más eficiente que ha tenido Chile en los últimos 30 años, provocando un notorio aumento de la equidad, medida por nivel de ingreso, educación, pobreza y movilidad social. 

En resumen: se puede mejorar en muchas cosas, pero tenemos que celebrar en muchas más.

Universidades sin reglas



En tres décadas la educación superior pasó de ser un privilegio para pocos a un bien prácticamente al alcance de todos.
En los treinta años que han trascurrido desde que se puso en vigencia la actual ley de universidades, el sistema de educación superior chileno ha transitado desde un sistema de minorías o de élites a uno de masas; desde un puñado de ocho instituciones que atendía a una delgada capa de la población, a un conjunto de casi sesenta universidades que atienden hoy, en su conjunto, a casi el 45% de quienes están entre los 18 y los 24 años.

Por Carlos Peña
Rector Universidad Diego Portales

En otras palabras, en apenas treinta años la educación universitaria pasó de ser un privilegio (un sucedáneo de un título de nobleza) a un bien que, aún con sobresaltos, está al alcance de prácticamente todos.

¿Cuánto de ese fenómeno –que, como vemos por estos días, transformó a la sociedad en su conjunto– se debe a la ley de universidades?

Las preguntas contra-fácticas (¿qué habría ocurrido si esa legislación no existiera?) no son posibles de responder. Para hacerlo se requeriría conocer tal cantidad de variables que el empeño de responderlas, como lo saben bien los lógicos, es simplemente inútil.

Lo que sí sabemos es, en cambio, lo que ha ocurrido durante estos años y que, sin exceso, puede atribuirse a la entrada en vigencia de esa legislación.


Y todo eso que ha ocurrido –a pesar de las quejas que se oyen por estos días– no es nada desdeñable.

Desde luego, en estos treinta años se han incorporado a la educación superior sectores sociales que, hasta hace poco, la miraban desde lejos. El setenta por ciento de quienes asisten hoy a una institución de educación superior pertenece a una familia en cuya memoria esta experiencia no existía. Es difícil imaginar cuán importante para el sentido de la propia valía y para la libertad personal es ese hecho. Las protestas de hoy –que muestran a jóvenes de todos los sectores con un fuerte sentido de la dignidad personal y de la autonomía– son también un resultado de este fenómeno. Las sociedades que expanden el bienestar y la educación –incluso cuando lo hacen con los problemas que nuestro sistema revela– hacen a la gente más indócil y más demandante.

No cabe duda: la ley de 1981, al disminuir las barreras de entrada y permitir que las universidades florecieran con rapidez, poseyó un efecto que, incluso al trasluz de los justificados reclamos de hoy, es socialmente beneficioso.

Pero la virtud de esa ley –aligerar el proceso de creación de universidades– es también su mayor defecto. 

Al disminuir los requisitos de entrada, la ley de 1981 desreguló el sistema a niveles que, a la distancia, suenan increíbles. No estableció reglas de buen gobierno corporativo (que eludieran los conflictos de interés entre la administración universitaria y los de empresas relacionadas); no contempló deberes de información pública (que permitieran que la gente pudiera escoger por vías distintas a la mera publicidad); no previó ninguna agencia estatal encargada de vigilar su calidad (ni formuló estándares que le permitieran hacerlo); no exigió insumos para el trabajo académico (que evitaran que hubiera instituciones camufladas como universidades).

El resultado está a la vista: hoy día la economía política del sistema de universidades privadas está plagada de conflictos y superposición de intereses que en el mercado de las sociedades anónimas (que, a diferencia de las universidades, son entidades explícitamente lucrativas) serían inaceptables. 

Así, el gobierno y la administración de las universidades privadas en Chile se parecen más al que tienen los viejos clubes de fútbol (esos que están expuestos a la captura de los dirigentes y que van de tropiezo en tropiezo) que a una sociedad anónima abierta (expuesta a niveles de información pública y control que las universidades desconocen). ¿Cómo va a ser razonable que administrar una universidad –ofrecer certificados y comprometer las expectativas de miles y miles de familias, la mayor parte de ellas sin habitus de elección de instituciones– tenga el mismo o incluso un menor control que un club de fútbol de provincia y esté a años luz del que experimenta una institución lucrativa como una sociedad anónima abierta?

No hay caso. Es hora de reconocer que los redactores de la ley de 1981 fueron demasiado entusiastas a la hora de rebajar los requisitos para crear universidades. Entusiastas con el propósito de que ellas florecieran, olvidaron que la innovación puede ser también una forma de anomia.



Fuente: Capital

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