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¿Qué ocurre en Chile?

Al borde del desarrollo económico, con positivas cifras de empleo y crecimiento, el país se debate entre movilizaciones y desencuentros políticos. Dirigentes y analistas se declaran consternados.

A continuación, presentamos una síntesis de las exposiciones sobre diagnóstico empresarial, social y político, efectuadas por Claudio Muñoz, Manuel Vicuña y Francisco Javier Díaz. Las reflexiones sobre la desigualdad y caminos para enfrentar este problema, a cargo de Cristián Larroulet y Andrés Velasco, además de una propuesta sobre confianza e innovación, de Fernando Flores.

Movimiento hacia el Pacífico

“El tema de fondo no es esperar a que en el norte del mundo se inventen las cosas; la discusión relevante es cómo los chilenos podemos aprovechar la revolución tecnológica para cambiar de verdad a nuestro país”.

Claudio Muñoz
Presidente de Telefónica Chile


Me encanta la pregunta de cómo nos imaginamos Chile en los próximos 15 años. Lo primero que estoy viendo es lo que yo llamaría un “movimiento hacia el Pacífico”. Estamos en Latinoamérica, en Chile, y nos han enseñado a mirar el mundo desde una determinada óptica. Yo estudié en este país y me enseñaron que el mundo se desarrolló en Europa. Nos contaron que desde la Edad Media empezaron a producirse ciertos cambios y que la revolución industrial consolidó un liderazgo de esa región que en los hechos dura hasta el día de hoy. Hoy claramente veo que aquello está cambiando y todo lo que está en torno al Pacífico está tomando una creciente importancia, y vamos a ver que los liderazgos históricos del mundo también cambian. Quienes han tenido la oportunidad de estar en Asia-Pacífico, y específicamente en China, saben a lo que me refiero. Mientras viví en España, me tocó desarrollar la oficina de Grandes Clientes de Telefónica en Beijing, y me impresioné al ver el cambio que se estaba produciendo ahí. Un cambio profundo que viene para quedarse. Ya no nos sorprende cuando se dice que China va a ser la principal economía del mundo en unos años más.

Ahora bien, esto no sólo sucede en Asia-Pacífico, también está sucediendo en Latinoamérica; ¿quién se iba a imaginar que en la peor crisis financiera del mundo –en 2008– Latinoamérica iba a ser una excepción? O que en esta región del mundo, que muchos aún llaman subdesarrollada o emergente, están pasando cosas que sorprenden. La población en los últimos 10 años en Latinoamérica ha crecido en 70 millones de personas, equivalente al tamaño de UK. Un tercio de esa población ya está en lo que podríamos llamar clase media –estamos hablando de 200 millones de personas que claramente están consumiendo de manera distinta. Vemos además que las proyecciones de creación de empleo en esta región son buenas: 30 millones de nuevos puestos de trabajo en los próximos 7 años y creo que nos vamos a quedar cortos. Algo que ya estamos viendo en el mundo empresarial, donde existe una carencia de talentos importantes. Hoy, el 75% del producto geográfico bruto de Latinoamérica está en países con categoría de investment grade, y esto hace algunos años era impensable. Ni hablar de que las más grandes reservas acuíferas del mundo, e incluso el principal yacimiento de litio, están muy cerca de nosotros.


Hay un segundo cambio que me toca más de cerca por la actividad que desarrollo. ¡Estamos frente a una revolución tecnológica sin precedentes! Lo que nos está pasando en tecnología es de una magnitud insospechada, bastante superior a lo que vivió la humanidad en cualquier periodo previo. Cuando hablo de tecnología no me refiero a la forma tradicional que nos enseñaron sobre quién inventaba una máquina o un dispositivo, sino que a cómo cambia la forma en que estamos acostumbrados a comunicarnos, a trabajar, a aprender y a consumir. Un cambio profundo y que claramente está recién empezando. Hoy estamos viviendo en un mundo digital, y la clave está en los distintos usos que podemos hacer de la tecnología. Es aquí donde está la verdadera oportunidad. Y la discusión no está centrada en quién va a inventar tal o cual máquina o dispositivo, el punto relevante es quién lo va a saber usar, quién va a saber aplicar toda esta tecnología a la sociedad. Permítanme un ejemplo: lo que está pasando en el mundo de la salud y la aplicación de tecnología es un cambio brutal. En Chile se habla de que tenemos problemas en Salud. La solución no está en construir más hospitales, sino que en incorporar la telemedicina a nuestra actual red de salud. La clave es, por ejemplo, cómo lograr que el especialista que está en Santiago pueda atender a pacientes en Temuco o en Punta Arenas. Ese es el cambio verdadero en una sociedad, y eso está pasando hoy en el mundo del desarrollo digital. El tema de fondo no es esperar a que en el norte del mundo se inventen las cosas, la discusión relevante es sobre cómo los chilenos podemos aprovecharlas para cambiar de verdad a nuestro país.


A todos nos enseñaron que Internet era una herramienta para las personas, pero el cambio más profundo que está ocurriendo es que hoy Internet se aplica a las cosas. Los objetos físicos están o van a estar conectados a la red. Lo vemos en el mundo automotor o con los contadores inteligentes, o con los electrodomésticos en nuestro hogar, ejemplos que están cambiando nuestros modelos de negocio y de vida. ¿Cómo va a ser el mundo cuando esté todo conectado? No me refiero a lo que hoy día manejamos como cosas conectadas, es decir, un televisor, un teléfono o un computador. Me refiero a todo objeto físico conectado a la red. Otro ejemplo: el celular que hoy día llevamos en nuestro bolsillo tiene más tecnología que la utilizada por el Apolo 11 para llegar a la luna y a un precio bastante inferior. Imagínense lo que va a ocurrir cuando todos los dispositivos y las personas estemos conectados. Qué sentido tiene seguir haciendo las cosas del modo tradicional si la tecnología nos permite cambiarlas.


Piensen en cómo va a cambiar la educación. Seguimos pensando en el computador en la sala de clases. ¿No deberíamos pensar en que por fibra óptica vamos a tener a profesores proyectados como hologramas en las casas de todos los ciudadanos del país? Ese es un cambio que hoy está sucediendo. La pregunta relevante es qué vamos a hacer los chilenos en este escenario, cómo vamos a usar esa tecnología. No me gustaría un país donde digamos que se nos pasó una vez más el cuarto de hora. No podemos ser espectadores de esta revolución. Desde el mundo empresarial tenemos que involucrarnos para que suceda. Tenemos las capacidades, la visión, podemos ayudar, pero este cambio tiene que ocurrir en la sociedad chilena, hay que reflexionar y actuar sobre la innovación y el emprendimiento. ¿Qué vamos a hacer para que nuestros emprendedores hagan realidades sus ideas? A través de Movistar Innova me toca participar en una compañía que está ayudando a que se creen empresas, que jóvenes de nuestro país se transformen en empresarios. Hoy, en Chile, desarrollar aplicaciones y usos de la tecnología móvil es una posibilidad real y la podemos impulsar aún más. Tenemos que lograr que estos jóvenes emprendedores piensen en desarrollar algo para Latinoamérica o el mundo.


¿Por qué el próximo Facebook no puede ser chileno? Tenemos que aspirar a que este cambio tecnológico profundo sea un motor de cambio desde Chile para el mundo. Lo que pasó con la aparición de los metales, o con el renacimiento, incluso la misma revolución industrial no se compara con el cambio que estamos viviendo hoy. Estamos frente a una palanca de transformación efectiva de problemas que a todos nos preocupan hoy en día en la sociedad. Pongo el caso de la educación. Como sociedad tenemos la capacidad de ponernos de acuerdo en cómo no dejamos pasar esta oportunidad. No vamos a transformar la educación de Chile si seguimos poniendo sólo computadores en las salas, o no vamos a transformar la salud de Chile si seguimos pensando en hacer más hospitales, o no vamos a transformar la seguridad ciudadana si seguimos pensando en desplazar fuerzas policiales. Tenemos que aprovechar esta oportunidad que hoy en día está dando botes en el mundo: aplicar bien esa tecnología que existe y hacerlo antes que otros.

Política de alta intensidad

“En los movimientos estudiantiles se aprecia una desconfianza muy aguda ante las elites en sí mismas, como principio”.


Por Manuel Vicuña
Decano facultad de Ciencias Sociales e Historia UDP



A la luz de las movilizaciones sociales de los últimos meses y del malestar que expresan, se advierte la fatiga de un modelo político marcado por la tutela de las elites. Este modelo contemplaba una forma de ejercicio democrático condicionada por el formato más bien elitista de la transición y por los temores ligados a las experiencias traumáticas del pasado. Desde el 90 en adelante, tal vez la palabra clave del vocabulario político fue gobernabilidad. Esta tarea supuso, por parte de la Concertación, un esfuerzo de contención de los movimientos sociales. En este contexto, las movilizaciones sociales eran percibidas como una amenaza más que como una señal de vitalidad de la democracia. La política aireada en las calles y la efervescencia ciudadana despertaban recuerdos inquietantes.

La política de esos años tuvo a los tecnócratas como grandes actores; de hecho, su protagonismo explica en parte el éxito de la transición. El lenguaje más sobrio de la eficiencia resultaba menos exultante que los encendidos idiomas políticos del pasado, pero daba mayores garantías a la hora de articular acuerdos y forjar consensos básicos entre una derecha y una centroizquierda en pie de mutuo recelo. Apelando al conocimiento técnico como árbitro ideal, se contribuyó a enfriar los ánimos partidistas y a evitar los arrebatos de la voluntad. Y esto, en un momento en que las válvulas de escape para las tensiones resultaban un bien preciado. Para la derecha, los poderes fácticos, los militares, los inversores extranjeros y los organismos internacionales, el perfil tecnocrático de los gobiernos de la Concertación ilustró la vocación de moderación ideológica que sus partidos adoptaron, zarandeados por la experiencia del exilio y de la dictadura, luego del descalabro de los 70. Eso dio garantías a sus detractores, incluidos quienes se desvelaban con los fantasmas de la Unidad Popular. Entre los Chicago boys y los monjes de Cieplan, por decirlo de modo esquemático, podían establecerse conversaciones fluidas y diálogos constructivos con mayor facilidad que entre los políticos profesionales atrincherados en los polos opuestos del espectro partidista. Supeditar las diferencias al fallo aparentemente objetivo del saber experto parecía establecer un juego político más apacible que ese otro, tan traumático, caracterizado por la querella inmoderada de las ideologías. Por eso, la tecnocracia ayudó a restaurar las confianzas; así aportó a la recomposición, aquí y allá, del tejido más uniforme de las elites políticas chilenas.


Este esquema empieza a crujir mediados los 90. Cruje, inicialmente, al interior de la misma Concertación –basta pensar en la bullada polémica entre los flagelantes y los complacientes— y luego alcanza una repercusión más general en tiempos de la campaña de Michelle Bachelet. Quizá hoy en día, a la vista de la composición de su primer gabinete, marcado por la prominencia de figuras de Expansiva, casi nadie recuerda que uno de los lemas en activo durante su campaña prometía: “no a los tecnócratas, sí a la gente”. También se instaló entonces la idea del “gobierno ciudadano”. No se trataba, en ninguno de ambos casos, de propuestas arbitrarias sacadas del sombrero de copa de algún experto en marketing político, sino de la expresión de un diagnóstico sobre lo que podríamos designar como las crecientes frustraciones de la ciudadanía. Había una percepción fundada de que se requería abrir canales de participación ciudadana. El gobierno de Bachelet ayudó a abrir esa llave; durante la “revolución pingüina” se vio obsedido, a ratos, por el torrente desatado.


Para entender este giro, creo importante recordar la influencia que ejerció en su momento el informe del PNUD del año 2004. En general, estos informes han sido claves a la hora de describir y también inducir percepciones sociales, más que nada entre las elites intelectuales de centroizquierda. Puntualmente, ese informe sobre desarrollo humano trataba sobre el poder en la sociedad chilena, pero el poder no sólo como factor de subordinación sino también como recurso social para la realización de proyectos individuales y colectivos. Ahí se empezaron a evidenciar empíricamente el “déficit creciente de representación”, la “tendencia a la oligarquización” de las elites, y la emergencia de una ciudadanía que comenzaba a despercudirse, que no le teme como antes a la expresión de las diferencias e incluso a las manifestaciones de los conflictos, aunque todavía descree del poder de la acción colectiva como un medio viable para modificar el ordenamiento de la sociedad. Desde entonces lo último cambió, eso es obvio.


La activación de los movimientos sociales ha significado una toma de palabra que ha sumido a las elites en la perplejidad. Les cuesta interpretar el fenómeno y, por lo mismo, reaccionar ágilmente a las demandas. Súmese a esto el descrédito que embarga a las elites de cualquier signo (parlamentario, gubernamental, partidista, eclesiástico o empresarial), lo que se traduce en la merma de sus posiciones de autoridad para acordar soluciones y destrabar conflictos. Lo notable de esto es que ya no sólo estamos ante una mala evaluación de nuestras elites actuales, algo que salta a la vista con cada encuesta; ahora, en los movimientos estudiantiles, se aprecia además una desconfianza muy aguda ante las elites en sí mismas, como principio; o ante la sola constitución de posiciones de liderazgos con poder resolutivo. La articulación horizontal de los actores sociales hace de sus “rostros” meros voceros sometidos al escrutinio permanente y desconfiado de las bases, las cuales se reservan la última palabra. La asamblea como una especie de laboratorio de ilusiones igualitarias ha adquirido un protagonismo que parece contener, entre sus sentidos, una reacción desmesurada a esa “tendencia a la oligarquización” de las elites advertida en el informe del PNUD. Se sospecha de todo liderazgo, o poco menos; a la vez se exaltan las instancias colectivas deliberativas como si se tratara del ritual sagrado de una democracia impoluta.


A más de alguien, presumo, la situación actual le trae a la memoria los días de la reforma universitaria, en los remotos 60. Existen similitudes (la impaciencia ante la desigualdad), pero las diferencias son aún más relevantes. La universidad de los 60 era una institución al servicio de la reproducción de las elites. Representaba, cuando bajaba al plano de la política, la conciencia crítica de la sociedad, y en esa condición reclamaba para sí misma una intervención más directa en los desafíos del desarrollo nacional. Ahora estamos ante un sistema universitario masificado. La universidad no es un nicho educacional selecto que aspira a reinventarse como vanguardia ilustrada de una sociedad en buena parte ajena; ahora la universidad y la educación terciaria en general son una caja de resonancia de la sociedad en su conjunto; amplifican sus malestares mediante un actor, el estudiantado, con unas posibilidades inéditas de coordinación social a escala nacional. El uso de las plataformas digitales como base de apoyo de sus acciones políticas ha sido un factor decisivo en su capacidad de movilización.


A la larga, la apertura del mercado de la educación superior, masificando el sistema universitario, acabó por parir a uno de sus mayores detractores. La educación universitaria, en sí misma, posee una densidad de significados y una fortaleza de atributos muy significativas. En ella suelen anidar y cobrar cuerpo las expectativas de futuro más radiantes de parte importante de las familias chilenas. Pero la educación universitaria, cuando se masifica, pierde parte de su valor, porque sus títulos se deprecian y las oportunidades que antes abrían tienden a reducirse y a volverse menos auspiciosas; al menos, para los recién llegados. Aparte de los problemas objetivos del sistema universitario, como la mala estructura de los créditos, esto también pesa en la sensación de fastidio con una promesa histórica que, una vez alcanzada, frustra las expectativas, expectativas acordes con la universidad de elite del pasado y no necesariamente con la universidad de masas del presente.

¿Existe un riesgo populista en Chile?

“En un escenario como el actual, el riesgo de responder con medidas populistas para salir del atolladero político puede ser muy fuerte”.

Por Francisco Javier Díaz
Investigador senior de Cieplan y miembro de la comisión política del PS



Chile vive momentos agitados por estos días. Para quienes adherimos a la centroizquierda, este tipo de momentos genera mucha atracción, porque a veces la movilización ciudadana es la única forma de acumular la fuerza necesaria para que prosperen las reformas. Pero tampoco debemos dejar de reconocer que así como hay ocasiones en que la movilización trae consecuencias beneficiosas, hay otras en que se derivan consecuencias desastrosas. Y una de esas consecuencias es la amenaza del populismo.

El riesgo proviene de tres sectores: primero, del gobierno. Ante los bajos niveles de aprobación, la tentación de responder con medidas populistas para salir del atolladero político puede ser muy fuerte. Segundo, de la oposición. Cuando el gobierno apuesta por el populismo, para la oposición es muy fuerte la tentación de responder con más populismo y en tercer lugar, de actores externos que buscan capitalizar el descrédito de gobierno y oposición.


¿Qué es el populismo? La politología y la sociología señalan que el populismo se caracteriza por un tipo de liderazgo caudillesco, que se presenta de manera alternativa a las instituciones y a las organizaciones políticas, interpelando directamente a la ciudadanía y presentándose como “la” respuesta a un sistema supuestamente oprobioso para el pueblo.


También existen definiciones de populismo que aluden a las políticas públicas y la economía como, por ejemplo, el célebre libro de Dornbusch y Edwards, La macroeconomía del populismo. En resumen, populismo sería lo opuesto a la razón de la tecnocracia. Se trataría sencillamente de hacer malas políticas públicas, incurrir en gasto excesivo, llevar adelante una política fiscal expansiva y despreocuparse de la rigurosidad y la sostenibilidad de las políticas, buscando el aplauso fácil e inmediato por sobre las políticas sustentables y duraderas.


A nuestro juicio, el populismo tiene algo de ambas visiones. Por un lado, se trata del liderazgo caudillesco que se salta a las instituciones y, muy fundamentalmente, a los partidos políticos. Pero también, se trata de llevar adelante políticas públicas sin fundamento ni racionalidad más que el capricho del gobernante y las ansias de obtener popularidad fácil y voto inmediato.


Una aclaración: el populismo no se trata sólo de malas ideas en política pública o en materia económica. El populismo también se manifiesta en malas ideas en materia de democracia, en derechos ciudadanos, en desprecio por la ética republicana, en conductas reñidas con la probidad y, en muchos casos también, en políticas que vulneran derechos civiles y las libertades de las personas.


En simple, el populismo tiende a surgir cuando hay malos partidos y malas ideas.


¿Cómo están los partidos en Chile? De lejos, nuestro sistema de partidos no se ve tan mal y es catalogado como uno de los sistemas más fuertes de la región, junto a Uruguay y Costa Rica. En volatilidad electoral, por ejemplo, Chile presenta una media cercana al 10%, lo que se compara muy favorablemente con los demás países de la región. Es decir, en Chile no se producen dramáticas alzas o bajas de votación entre una elección y otra, lo que habla de un electorado maduro y de una oferta política estable. También se pueden observar los índices de institucionalización de los partidos políticos, que son índices que agregan otras variables como, por ejemplo, la penetración en la sociedad, la longevidad y estabilidad en el tiempo, o los índices de confianza. En esos índices, Chile vuelve a aparecer bastante bien en el contexto latinoamericano.


Pero cuando se acerca la lupa al sistema de partidos, la realidad que se aprecia es otra. Por ejemplo, según datos de la encuesta latinoamericana LAPOP, el nivel de simpatía ciudadana por los partidos es el más bajo de la región, con apenas un 11,6%. Además, somos el país donde más ha caído el nivel de simpatía por un partido político (15% de descenso de 2006 a 2010).


Similares datos arrojan otros estudios, como la encuesta del proyecto Auditoría a la Democracia. 56% de los chilenos no se identifica con ningún partido. Los partidos políticos se encuentran en el último lugar en la escala de confianza en las instituciones. 76% no encuentra ninguna virtud a los partidos políticos. Sólo 22% cree que los partidos ayudan a aprobar las leyes en el parlamento, mientras que 58% opina que no ayudan. 53% cree que los parlamentarios representan al partido al que pertenecen, un 17% a los votantes de su distrito y sólo un 14% a todos los chilenos. En cambio, cuando se pregunta a quiénes debieran representar los partidos, 75% dice que a todos los chilenos, 14% a su distrito y sólo 3% al partido al que pertenece.


Tenemos un problema profundo de representatividad de los partidos y, por extensión, de todo el sistema político. Las cifras de confianza hacia el parlamento son igualmente bajas y la gente está dejando de interesarse en la política. Esta conducta se revela en la baja participación electoral. Con casi 12 millones de electores, tenemos poco más de 8 millones de inscritos. Eso, sin considerar la abstención de los ya inscritos.


¿Cómo se ha resuelto la crisis de representatividad del sistema de partidos en otros países? Hay algunos escenarios positivos y otros escenarios negativos, como ha descrito el cientista político Juan Pablo Luna. Entre los positivos, hay sistemas de partidos que se han revitalizado por la vía de la alternancia en el poder. Es decir, los partidos se encontraban en situación de descrédito, pero viene una elección que la gana la oposición de turno y otorga nuevos bríos a la competencia partidaria. Aparentemente eso en Chile ya no funcionó con la actual alternancia.


Un segundo escenario de revitalización son las reformas. Es decir, los partidos promueven reformas electorales y participativas que generan un reencantamiento de la ciudadanía con la política. Pero para eso, como se señaló, es necesario que los partidos tomen conciencia del problema, porque toda reforma participativa, electoral, institucional o descentralizadora, implica que alguien ceda algo de su poder y arriesgue ponerlo a disposición de otro. Ese es, quizás, el gran dilema de la clase política hoy día en Chile.


El tercer escenario entra en el terreno de los escenarios negativos. Se trata de una lenta agonía del sistema de partidos. Nadie toma el toro por las astas y el sistema perdura por algunas elecciones soportando los bajos niveles de credibilidad y confianza. Por último, el cuarto escenario es el colapso total del sistema de partidos y el surgimiento de liderazgos mesiánicos débilmente institucionalizados.


¿Cómo se puede manifestar el populismo?

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El populismo del people-meter. Una cosa es que los políticos consideren las encuestas a la hora de gobernar, pero otra cosa es gobernar mirando el people-meter en la Blackberry y proponer políticas públicas sobre la sola base de que éstas sean populares entre la gente.

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El populismo asistencial. Se trata del que se construye a partir del regalo de dinero u otros beneficios transitorios a las personas, sin mayor planificación ni orientación seria. Cuando el fisco es abundante en recursos, mayor es la tentación de recurrir a este tipo de populismo para salir de situaciones complicadas.

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El populismo penal. Consiste en responder al problema de la seguridad ciudadana con la política de la mano dura: más cárceles, más policías y penas más altas. En ninguna parte del mundo se ha demostrado que este tipo de aproximación ayude efectivamente a reducir los niveles de delincuencia, pero se cae en el juego y se deja de lado la prevención.

-El populismo migratorio.
Se trata de uno de los populismos más peligrosos, porque bordea la xenofobia y puede generar cuadros de extrema violencia. Es un discurso que ha permeado hondo en Europa y del cual sencillamente no saben cómo salir. Suele comenzar por el lado laboral, argumentándose que los inmigrantes “quitan trabajo” a los nacionales y hacen bajar el nivel de los salarios.

-El populismo estatista.
Ante cualquier evento de conmoción pública, ante cualquier falla de mercado, se promueve la presencia inmediata del Estado por la vía de la propiedad estatal directa, desechando la regulación inteligente.

-Populismo plebiscitario.
No hay que equivocarse: el plebiscito es una herramienta constitucional que bien llevada puede ser un excelente complemento de la democracia representativa y generar un saludable movimiento en la ciudadanía, como ocurre en numerosas democracias avanzadas. El riesgo es otro: que se haga populismo por la vía del plebiscito mal planteado, quedando la herramienta a merced del gobernante que redacta mañosas preguntas acerca de los temas que a él le convienen.

-Populismo macroeconómico.
No necesita mayor explicación, porque es el más conocido; pero, en resumen, se trata de echar a andar la maquinita que fabrica billetes.

-Populismo de republiqueta.
El último grado del populismo es cuando el líder cree que puede fundar un nuevo orden, reescribe el ordenamiento constitucional y funda su propia república, pensando que el país nace con él. Se trata de una careta institucional para lo que es un gobierno autócrata de tomo y lomo. El próximo presidente o presidenta de Chile va a tener una tarea difícil: convencer a los chilenos de que la política puede acompañarlos en sus aspiraciones, que es lo que no está ocurriendo hoy; pero, a la vez, convencerlos de que se pueden hacer cambios por la vía de las instituciones ancladas en la política. En definitiva, que se puede ser popular sin ser populista.
 
 Para un Chile más equitativo

Estamos trabajando intensamente para que Chile sea un país desarrollado. Eso quiere decir una nación más próspera, pero también un lugar donde las oportunidades se repartan en forma más equitativa y en donde el esfuerzo y el talento no sean obstruidos por barreras sociales.

Por Cristián Larroulet
Ministro Secretario General de la Presidencia


En los últimos 20 años nuestro país avanzó sustancialmente en la reducción de la pobreza. Así, entre 1990 y 2009 la tasa de pobreza se redujo desde 38,6% a 15,1%. Con todo, aún más de dos millones y medio de compatriotas continúan viviendo en la pobreza, de los cuales 634 mil viven en condiciones de extrema pobreza (3,7%).

Pese a ello, en términos de equidad de ingresos, Chile no registra un avance comparable. Entre 1990 y 2009 nuestro coeficiente de Gini (post-transferencias) pasó desde 0,57 a 0,54. Asimismo, respecto de las oportunidades de movilidad social, Chile presenta una alta movilidad entre los sectores medios y bajos, pero el acceso al grupo de altos ingresos sigue estando limitado por importantes barreras estructurales, que tienen que ver fundamentalmente con el acceso histórico a la educación universitaria de este segmento de la población (Torche 2008).


Por ello, como Gobierno hemos asumido la ineludible tarea de reducir la pobreza y combatir las desigualdades que persisten en nuestro país. Dos cosas nos motivan a ello. Primero, porque nos parece injusto que exista aún tal número de pobres y segundo, por una preocupación de cohesión social, pues la armonía de la sociedad se resiente cuando las diferencias entre sus miembros son excesivas.


La inequidad tiene diversas fuentes y manifestaciones: el mercado laboral, el sistema educacional, la salud, etc. Combatirla, por tanto, requiere de múltiples instrumentos, que aborden la entera complejidad del problema. Dichos instrumentos se encuentran contemplados en la Agenda de Gobierno, siendo cinco puntos los principales: gasto social focalizado; crecimiento económico y mercados competitivos; creación de empleo y empleos de calidad; cobertura, calidad y equidad en educación, y salud y bienestar.


El gasto social adecuadamente focalizado es una herramienta fundamental para el combate contra la pobreza y la desigualdad. Así, por ejemplo, mientras que la razón entre los ingresos per cápita del 20% más rico y el 20% más pobre del país es de 19,5 veces sin considerar las transferencias del Estado, ésta baja a cerca de 15 veces una vez que éstas son incorporadas (CASEN 2009).


En esta línea apuntan el Ingreso Etico Familiar y el ministerio de Desarrollo Social recientemente aprobado en el Congreso Nacional. En el caso del primero, la etapa inicial se encuentra operativa desde abril del año pasado, beneficiando a 500.000 personas en situación de extrema pobreza. La medida incrementa en promedio en un 50% los ingresos de las familias beneficiarias y, al depender dicha asignación de ciertos requisitos –asistencia escolar, controles de salud y búsqueda de empleo– se diferencia de las políticas sólo asistencialistas del Estado de bienestar.


El gasto social, sin embargo, no es suficiente por sí sólo. La batalla contra la pobreza y la desigualdad requiere también de crecimiento económico y mercados competitivos. De hecho, recientes investigaciones sugieren que el aumento de la desigualdad en Estados Unidos en la última década tiene entre sus principales causas, precisamente, la falta de competencias en mercados específicos (Grusky and Weeden 2011), y no el libre mercado, como señalan diversos autores.


En este sentido, Chile está avanzando en la dirección correcta, profundizando desde mediados del siglo XX su economía social de mercado. A un cierto nivel de madurez, una economía social de mercado no sólo aumenta la prosperidad, sino que también tiende a reducir las desigualdades sociales.

En esta materia, nuestro gobierno registra importantes avances y una nutrida agenda en marcha. Aquí cabe mencionar el Impulso Competitivo, el cual contempla 50 medidas y 24 proyectos de ley que apuntan a destrabar el emprendimiento. También acabamos de aprobar un proyecto que reduce el tiempo y la cantidad de trámites para constituir empresas y, adicionalmente, se tramita otro proyecto de ley que reduce ese plazo a tan sólo 2 días. Por otra parte, contemplamos la creación del Sernac Financiero y el perfeccionamiento al crédito tributario al I+D, que permitirá e incentivará el desarrollo de la innovación al interior de las propias empresas.


Muchas de las desigualdades que persisten en Chile se producen en el mercado laboral. Sus principales fuentes se encuentran en el acceso a éste (especialmente en el caso de las mujeres), por el hecho de que una parte importante de los sectores de menores ingresos posee en sus familias personas que no pueden acceder a puestos de trabajo (jóvenes y mujeres), a diferencia de lo que ocurre en los de mayores ingresos, en los que casi dos integrantes de la familia sí poseen trabajos. La agenda de gobierno apunta en ambas direcciones. Por una parte, hemos creado 557 mil empleos, de los cuales 307 mil corresponden a trabajo femenino (55%). Por otra, las remuneraciones registran un crecimiento de 6% en el último año y el 60% de los empleos creados corresponde a empleos asalariados de jornada completa.


Sin embargo, somos conscientes de que el crecimiento de las remuneraciones requiere aumentar la productividad de nuestros trabajadores. Por ello, estamos iniciando una reforma profunda al sistema de capacitaciones, que actualmente no llega al 40% más pobre de nuestra fuerza laboral y no ha mostrado los efectos para los que fue diseñado.


Otro punto fundamental para nuestro gobierno es la educación, “la madre de todas las batallas”. Por ello, nuestra agenda busca avanzar decididamente en términos de calidad y equidad en todos los niveles educacionales. El el nivel pre-escolar aumentaremos la cobertura y la calidad de la educación parvularia, y en la educación escolar ya aprobamos la Ley de Calidad y Equidad, además de una serie de medidas que se han puesto en práctica, como la implementación de la Beca Vocación de Profesor para atraer a los mejores alumnos a estudiar Pedagogía.


En educación superior, habrá un nuevo sistema de becas y créditos para facilitar el acceso de estudiantes pertenecientes al 60% de menores ingresos y el de la clase media. Además, se reducirán los costos de acceder a la educación superior, perfeccionando instrumentos como el Crédito con Aval del Estado –cuya tasa se reduce al 2%– y el Fondo Solidario. También crearemos una subsecretaría y una superintendencia de Educación Superior, y haremos más exigente el sistema de acreditación de este nivel educativo.

Así como la educación, la salud y el bienestar personal son aspectos fundamentales de las desigualdades sociales. Nuestra agenda contempla un conjunto de reformas al sistema de salud tendientes a entregar una salud oportuna y de calidad a todos los usuarios de los servicios públicos, reduciendo la enorme brecha que hoy existe respecto de los servicios de privados.


Entre los avances destacables vemos una reducción de las listas de espera Auge desde 247 mil a sólo 41 mil, y la eliminación del 7% a los jubilados del 60% de hogares más pobres. También la reducción de esa cotización de salud para jubilados de clase media constituye un avance en términos de igualdad, dado que los altos gastos en medicamentos en que incurren los adultos mayores merman considerablemente su ingreso disponible.


En definitiva, como gobierno estamos trabajando intensamente para convertir a Chile en un país desarrollado. Con ello queremos decir un país más próspero, pero también un país donde los premios y las oportunidades se encuentren repartidos de manera más equitativa, y donde el esfuerzo, el talento y la creatividad personal no sean obstruidos por barreras sociales.
 
Tres prioridades contra la desigualdad: empleo, empleo, empleo

Nos horrorizamos al pensar que los más ricos de Chile ganan casi 18 veces lo que obtienen mensualmente los más pobres del país. Pero el problema es todavía más grande: el ingreso mensual por persona de un hogar del decil más pobre es de 14.666 pesos. En el otro extremo, el ingreso per cápita es de 1.151.000 pesos. ¿A cuánto sube la diferencia? A 78,5.

Por Andrés Velasco
Ex ministro de Hacienda


¿Qué tan desiguales son los ingresos de los chilenos?

¿De qué depende esa desigualdad?

Si uno le formula esas preguntas a un compatriota desprevenido, probablemente la primera reacción será apuntar con el dedo a las tremendas desigualdades salariales. En el Chile de hoy el salario mínimo apenas excede los 180 mil pesos mensuales, mientras que un gerente puede llegar a ganar 10 millones de pesos o más. Qué duda cabe que ahí se manifiesta una desigualdad tremenda.

Pero resulta que esa reacción nos cuenta sólo parte de la historia. Porque la capacidad de consumo y el bienestar de una familia dependen también de cuantas personas trabajan en ella. Depende, asimismo, del tamaño de la familia –no es lo mismo alimentar a dos hijos que a cinco o seis–.

Veamos a continuación el impacto de cada uno de estos factores.

Lo primero es tener una fuente confiable de datos sobre los ingresos de las familias. Usando los datos de la encuesta CASEN, se pueden ordenar todos los hogares de menor a mayor ingreso per cápita y dividir en 10 grupos iguales. Cada grupo es llamado decil. Los hogares más pobres se ubican en el decil 1 y los hogares más ricos, en el decil 10.

Una persona del decil más pobre que trabaja gana en promedio 87 mil pesos al mes. Y una persona del decil 10 gana 1 millón 545 mil pesos, es decir, 17,7 veces más. Esta desigualdad la llamaremos la desigualdad 10/10.

Cuando los chilenos hablamos de desigualdad, comúnmente nos referimos a este tipo de diferencia salarial: fulano gana tanto más que zutano. Y no puede sorprender que concluyamos que Chile es un país desigual, porque 17,7 veces es una diferencia muy grande.

Pero la verdad dolorosa es que aquella es sólo una porción pequeña de la desigualdad que aqueja a las chilenas y los chilenos. Porque para calcular esa cifra de 17,7 veces hemos considerado cuánto ganan los que trabajan. Pero en Chile, en un hogar del decil 1 en promedio trabajan apenas 0,5 personas. Es decir, hay apenas un trabajo cada dos hogares. Por contraste, en un hogar del decil 10 trabajan en promedio 1,6 personas.

El cuociente 10/10 del número de personas que trabaja en un hogar es 3,2. Dicho de otro modo, hay 3,2 veces más acceso al empleo en un hogar muy rico que en un hogar muy pobre.

Esta tremenda disparidad en el acceso al empleo incrementa fuertemente la desigualdad entre los hogares chilenos. El promedio del ingreso laboral total –tomando en cuenta los ingresos laborales de todos los miembros de la familia que trabajan— de un hogar que pertenece al decil 1 es 47 mil pesos, mientras que para un hogar que pertenece al décimo decil es 2 millones 601 mil pesos.

La desigualdad 10/10 del ingreso laboral del hogar es de 55,8. Es decir, los hogares del 10% más rico de Chile tienen ingresos laborales que son 55,8 veces mayores que los de los hogares del 10% más pobre de Chile. Vista de este modo, la desigualdad se triplica –y más— respecto a la obtenida considerando sólo diferencias salariales.

Cuando consideramos las otras fuentes de ingresos, sin considerar las transferencias del Estado, y ajustamos por tamaño del hogar (los hogares pobres tienen en promedio más integrantes) el ingreso del hogar por persona del decil 1 es de 14 mil 666 pesos al mes, versus 1 millón 151 mil pesos para alguien del decil 10. Es decir, la desigualdad 10/10 alcanza 78,5.

¿Cómo disminuir esta pavorosa desigualdad? El análisis anterior nos da una buena pista. Si las diferencias en el acceso al trabajo son fuente de buena parte de la desigualdad, entonces hacer más equitativo el acceso al trabajo debería ayudar a reducir de modo importante las brechas de ingresos entre los hogares pobres y ricos.



¿Cuál sería el impacto en la desigualdad en Chile, de una entrada masiva de las personas de los hogares más pobres al mercado del trabajo? Con Cristóbal Huneeus, profesor de la Universidad de Chile, hemos realizado algunos cálculos que muestran el impacto potencial de cambios en el empleo de los más pobres.

Por ejemplo, tomemos todos los hogares de ingresos menores al promedio nacional y donde la fracción de mujeres adultas que trabajan es menor al promedio nacional. En esos hogares, supongamos que la fracción de mujeres que trabajan pasa a ser la misma que el promedio nacional (40%), y que las mujeres que empiezan a trabajar, ganan el salario promedio de las personas que trabajan de su mismo hogar o decil. ¡Sólo con ese cambio, la desigualdad 10/10 caería de 78,5 a 53,4! Este ejercicio muestra el tremendo impacto en la inequidad de aumentar el trabajo femenino.

Hagamos ahora el mismo ejercicio de simulación, pero para hombres y mujeres simultáneamente. En ese caso, los ingresos de los hogares del decil más pobre suben de menos de 15 mil pesos al mes a más de 31 mil; un incremento de casi 114%. Esto significa que los hogares más modestos de comunas como Alto Hospicio, La Granja o Tirúa podrían duplicar sus ingresos y más, sin que las remuneraciones suban un solo peso.

¿Cuál es el impacto en la desigualdad? La desigualdad 10/10 cae de 78,5 a 36,8. Medida de este modo, la brecha cae a menos de la mitad. El impacto de cambiar el empleo es tremendo.

Si hay tanto potencial en los aumentos de empleo, debemos entonces preguntarnos cuáles son las barreras que impiden a las chilenas y chilenos más pobres tener acceso a un trabajo estable.

En Chile la pobreza tiene rostro de mujer: los hogares del decil 1 tienen una mayor proporción de mujeres –59%– que los hogares del decil 10, donde la cifra llega sólo al 49%. Los hogares más pobres tienen casi tres veces más probabilidad de tener niños menores de 4 años que los hogares más ricos y tienen 5 veces más probabilidad de tener a alguien discapacitado. Los hogares más pobres tienen 5 veces más probabilidad de vivir en una zona rural que un hogar más rico. Y una persona del decil 1 tiene en promedio 8,7 años de educación, versus los 14,9 años de una persona del decil 10.

Esta realidad implica un círculo vicioso de falta de empleo y pobreza. Una madre pobre con niños pequeños y sin acceso a cuidado infantil, o una madre que debe hacerse cargo de un discapacitado difícilmente podrán salir a buscar trabajo. La ausencia de ese trabajo las condena a la pobreza y al desamparo.

Las familias pobres también sufren desproporcionadamente la falta de empleo para los jóvenes. Entre los chilenos y chilenas más pobres de entre 18 y 24 años, sólo 1 de cada 6 tiene trabajo. La realidad es muy distinta en los grupos más privilegiados: la tasa promedio entre los deciles 6 y 8 es 48%.

Estos factores sugieren que no existe una bala de plata para resolver la desigualdad del empleo y por ende, la desigualdad. Para reducirla se requiere abordarla a través de un conjunto de políticas públicas, desde instrumentos que incentiven el ingreso al mercado del trabajo de los que hoy no participan –como el subsidio al empleo de los jóvenes—, hasta instrumentos que aborden los problemas de discapacidad, ruralidad y baja productividad.

Dicho de otro modo: se requieren políticas que implican más Estado –más salas cunas y jardines infantiles, mejor transporte público, mejor educación pública— y otras que implican un Estado que regule de modo más liviano e inteligente: facilidades para trabajar jornadas parciales, adaptabilidad de turnos y horarios, bancos de horas trabajadas. La ideología rígida es mala consejera a la hora de promover el empleo.

Finalmente, si las potenciales ganancias en equidad son tan grandes, ¿por qué no vemos a los políticos de todos los colores obsesionados con aumentar el empleo? Porque las principales víctimas de la falta de empleo son las mujeres pobres y los jóvenes, y ellos o no están inscritos o no votan. Nuestro sistema político representa a quienes ya tienen trabajo. Y al medio millón de desempleados de Chile, ¿quién los representa?
 
 Por una narrativa de unidad nacional

“Debemos ser capaces de traer la invención del futuro a la conversación que tenemos como sociedad”.

Por Fernando Flores
Presidente del Consejo Nacional de Innovación


Como vivo en Estados Unidos y en Chile, creo tener una percepción distinta de los hechos que ocurren en nuestro país. Mi aproximación a ellos no busca dar respuestas, sino abrir posibilidades y traer otras miradas. Además, he aprendido a mirar los estados de ánimo, que –a fin de cuentas– son tan importantes como la racionalidad. Y lo que noto cada vez con mayor fuerza es que aquí existe mucha perplejidad.

El estado de ánimo de este grupo, por ejemplo, es de perplejidad. Y, claro, ésta nos embarga cuando estamos en situaciones de desorientación y al mismo tiempo de reflexión y búsqueda de oportunidades. Pero no sólo eso: también tenemos un estado de ánimo de amor por Chile. Chile nos preocupa y queremos a Chile. Hay que destacar eso, porque sin ese cariño no tendríamos la más mínima unidad para conversar. Y como queremos a Chile, nos duele su futuro.

Este es un país que tiene un problema muy serio de desigualdad, pero, además, existe otro problema fundamental: no sabemos cómo reaccionará ante un mundo de cambios acelerados.

¿Por qué estamos hablando de innovación en Chile? Precisamente, porque existen esos cambios y la intuición nos dice que lo que venimos haciendo no seguirá funcionando. ¿Cómo va a cambiar la realidad? No lo sabemos, pero debemos ser capaces de traer la invención del futuro a la conversación que tenemos como sociedad.

A nosotros el futuro nos llega, a veces como algo bueno y otras, malo. Tampoco lo entendemos mucho. Se dice, por ejemplo, que necesitamos más innovación y emprendimiento. Pero ¿en qué?, ¿quiénes?, ¿quiénes lo van a financiar?, ¿qué riesgos y cómo los vamos a enfrentar?

Un país pequeño como el nuestro no tiene muchas espaldas para una apuesta de esta naturaleza, a menos que cambie ciertas maneras de posicionarse en el mundo.

Junto con reaccionar frente a los cambios nos corresponde apreciar lo bueno que tenemos. Chile es un país agradable, donde se vive bien, y es un país muy bello. Tiene ventajas únicas para actividades como el desarrollo de la astronomía. Estamos ad portas de ser, por lejos, la nación con mayor capacidad instalada para ello. ¿Cómo gana Chile con esto? Tenemos la oportunidad de cultivar una potente identidad mundial en torno a la astronomía y de participar en el desarrollo de la ingeniería astronómica.

Se nos abren posibilidades. Pero también se nos cierran. Las demandas sociales debemos abordarlas y al mismo tiempo escuchar lo fundamental que ellas expresan. Miren a Estados Unidos y Europa: además de los conflictos sociales y pérdida de poder, tienen un problema mayor: el del sentido de la vida. Y ese es un problema que en Chile lo empiezo a oler. No tengo certeza al respecto, pero comparto mi intuición.

El horizonte de futuro del desarrollo económico con sus expectativas no alcanza a entusiasmar a las personas, porque el paso de 15 mil a 20 mil dólares de ingreso promedio no se traduce en avances que marquen gran diferencia; pero, sobre todo, porque los logros en el dominio del consumo no producen felicidad. Producen bienestar, producen mayor acceso a bienes y servicios, pero no van al fondo de lo que nos preocupa como seres humanos. La promesa fundamental del progreso está fallando y tenemos que cambiarle el aspecto. Está fallando porque no se cumple que el desarrollo económico traiga libertad y felicidad. Por cierto que necesitamos más riqueza, que requerimos desarrollarnos económicamente como país, pero tal desarrollo tiene que ir acompañado y motivado por el cultivo de nuestra identidad, por lo que nos dé sentido.

El mundo de expectativas que abre el desarrollo económico no incorpora la construcción del país por un “nosotros”. ¿Cómo se hace? Pareciera que nadie sabe, pero la anomalía es evidente. No estamos creando una épica que esté a tono con la dificultad. Una épica que nos identifique, que nos seduzca y nos apropie. Y pienso que lo que nos tiene perplejos es que el estado de ánimo dominante en el mundo actual es fuertemente nihilista, y este nihilismo tiene dos grandes vertientes: una anárquica y otra consumista. Y a eso se suma un cierto proceso de acumulación de molestia en una sociedad que siente atacada su dignidad.

Hay una liberación de energía que expresa a gritos esa desazón y esa molestia. Necesitamos transformarla en energía creadora.

Comprometámonos con nuestra gente, con el futuro de nuestro país, pero abramos también espacio a lo inesperado. Nadie esperaba Twitter, ni siquiera los que lo crearon y, sin embargo, está cambiando la sociedad chilena y la de muchos países. Porque lo inesperado es parte de la vida y está en el mundo. De lo que único de que estamos seguros es que vamos a morir, porque a esta vida vinimos a ser mortales. Y lo mejor que podemos hacer es ser agradecidos y aceptar contentos esta incertidumbre de la vida, pues ella nos aleja del intento de controlar y de creer que podemos solucionar todos los problemas, y nos abre la creatividad y el cariño.

Requerimos tomar riesgo, salir de la simple mirada cotidiana, apropiarnos de otras prácticas, aprender de otras culturas, abrirnos generosamente a lo nuevo que podamos crear, develando y celebrando su sentido.

Tenemos que inventarnos una narrativa de unidad nacional, que espante la creencia en el paternalismo y en una élite que soluciona problemas; una narrativa que exprese al “nosotros” que podemos ser, que abra diversos espacios de posibilidades y que mueva a mayor asombro y compromiso.
 
Fuente: Capital 

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