Corre el año 250 millones después de Cristo y la Tierra sigue existiendo, aunque nosotros ya no estamos en ella. Hace mucho, mucho tiempo que el último Homo sapiens dejó sus huellas en el mundo que una vez fue nuestro. La vida, sin embargo, sigue prosperando en forma de una multitud de especies que hoy nos serían difíciles, incluso, de imaginar.
Pero no solo eso ha cambiado. Si alguno de nosotros pudiera trasladarse hasta la Tierra de ese futuro lejano, difícilmente la reconocería. Todos los continentes que hoy nos son familiares ya no existen. Han chocado unos contra otros, se han superpuesto y fundido hasta formar una única y enorme masa de tierra, un «supercontinente» rodeado de un también único océano global. Las costas son vapuleadas por gigantescas tormentas y, en el interior, el desierto reina sobre incontables millones de kilómetros cuadrados.
El mar, agitado y turbulento en superficie, está prácticamente estancado en las profundidades, por donde las corrientes ya no circulan. El oxígeno es escaso, y los herederos del planeta compiten entre sí por los recursos para evitar la extinción. La misma extinción que, muchos millones de años atrás, acabó con el hombre y la mayor parte de las especies que conocemos.
PANGEA ÚLTIMA
La idea de averiguar cómo será la «nueva Pangea» empezó a ser acariciada por los científicos desde principios de los años 90. Pero fue Christopher Scotese, geólogo de la Universidad de Texas, quien la convirtió en uno de sus principales objetivos científicos. El Proyecto «Paleomap» liderado por él, estudia la historia geológica de nuestro mundo durante los últimos mil millones de años y predice la formación de un nuevo supercontinente que ha bautizado como «Pangea Última».
Este supercontinente futuro no es el primero que conoce la Tierra, ni tampoco será el último. Los geólogos se han dado cuenta de que, de alguna forma, los movimientos de los continentes son cíclicos, uniéndose y separándose una y otra vez cada, más o menos, 600 millones de años. A una escala temporal difícil de imaginar, tres veces mayor de lo que tarda el Sistema Solar en dar una vuelta completa alrededor del centro de la galaxia, el ciclo natural de los supercontinentes es uno de los mayores a los que estamos sometidos. Y también de los más desconocidos. Sólo ahora, tras casi un siglo de investigación intensiva, estamos empezando a comprender cómo funcionan los motores que impulsan esta gigantesca maquinaria.
NUEVA Y VIEJA CORTEZA
Sobre un manto de roca fundida y en constante movimiento, una delgada capa sólida, de apenas unas decenas de kilómetros de espesor en sus zonas más gruesas, conforma la corteza terrestre. Las fuerzas interiores del planeta y la necesidad de liberar la presión interna han roto esta capa (litosfera) en grandes fragmentos, que se mueven sobre el manto chocando, rozándose y deslizándose unos sobre otros. Son las placas tectónicas.
Quizá uno de los descubrimientos geológicos más sorprendentes del pasado siglo fue darse cuenta, en la década de los setenta, de que la Tierra está sumida en un ciclo eterno de «fabricación» de nueva corteza rocosa y de «destrucción» de la antigua.
UN MECANISMO COMPLEJO
El mecanismo funciona como sigue: a lo largo de las dorsales oceánicas (las grandes cordilleras submarinas que recorren todos los océanos y que, juntas, miden cerca de 60.000 kilómetros), grandes fracturas en la corteza (que en el fondo del mar es más delgada) permiten que emerjan continuamente, en forma de lava, nuevos materiales desde las profundidades del planeta. A medida que surgen, las nuevas rocas van desplazando a los materiales más antiguos hacia las costas de los continentes. Tras millones de años de viaje, estas rocas llegan a su destino, muy lejos del lugar donde se formaron, para volver, literalmente, a desaparecer bajo tierra tragadas por las grandes fosas oceánicas que, sin excepción, existen cerca de los bordes continentales.
De esta forma, y en un proceso similar al de una gigantesca cinta transportadora, la nueva corteza se crea continuamente en las llamadas «zonas de distensión» (dorsales oceánicas) y se destruye millones de años después en las «zonas de subducción» (fosas oceánicas).
Cuatro supercontinentes Los exámenes paleomagnéticos, el estudio de las cordilleras más antiguas y la distribución de los fósiles muestran que las placas tectónicas llevan vagando por la superficie de nuestro mundo, juntándose y separándose, desde hace cerca de dos mil millones de años. Inevitablemente, en este proceso los continentes se separan y se unen entre sí, formando y deshaciendo grandes masas de tierra, los supercontinentes. Tras muchos cientos de millones de años de actividad incesante, se tiene constancia de por lo menos cuatro supercontinentes, el último de ellos Pangea, que se formó hace más de 200 millones de años. Sólo tras su ruptura la Tierra fue adquiriendo la apariencia que tiene en la actualidad.
Por supuesto, las fuerzas que durante tanto tiempo han cambiado tantas veces el aspecto del mundo siguen funcionando. En las dorsales oceánicas sigue formándose, ahora mismo, nueva corteza terrestre, y en las fosas abisales esa corteza sigue desapareciendo. Los continentes siguen moviéndose, y sus velocidades y trayectorias (del orden de varios centímetros al año) son hoy bien conocidas por los científicos.
EL MUNDO FUTURO
Si el modelo de la tectónica de placas es correcto, todo parece indicar que el océano Pacífico se irá haciendo cada vez más pequeño hasta convertirse, en otros cincuenta millones de años, en un simple lago, dejando para el Atlántico el papel de océano mayor de la Tierra.
La progresión de la falla africana provocará, a su vez, el nacimiento de un nuevo mar y separará la parte nororiental del resto del continente negro, igual que ya sucedió con Madagascar. Otros movimientos terminarán por separar California de América del Norte, y la convertirán en una solitaria isla en medio del Pacífico. Australia emprenderá viaje hacia Asia y arrasará en su camino toda Indonesia, cuyas numerosas islas, en el mejor de los casos, se convertirán en una nueva cordillera montañosa.
Aquí, en el Mediterráneo, los cambios serán más rápidos. La placa africana seguirá empujando hacia el norte, reduciendo el tamaño del Mare Nostrum y doblando la península itálica hasta colocarla casi en paralelo al Ecuador. En apenas cinco millones de años, el movimiento de torsión al que está sujeta la Península Ibérica hará que se separe, fracturándose por los Pirineos, del resto de Europa. En ese plazo de tiempo, las costas levantinas se encajarán en las del norte de África y Portugal será la zona más septentrional de la Península. Grecia, por su parte, desaparecerá casi por completo, uniéndose a Turquía, al mismo tiempo que el Egeo se convertirá en un lago. El Mar Rojo, por su parte, se ensanchará hasta cumplir su destino y convertirse en un nuevo océano.
Con el paso del tiempo, África penetrará por completo en Europa, cerrando definitivamente el Mediterráneo y formando, en el norte, un único continente que será la suma del actual continente negro, Europa, Asia y Australia, que se habrá sumado a la fiesta. Será el comienzo de la nueva Pangea que preconiza Scotese, un nuevo continente único que volverá a su vez a fragmentarse, en un nuevo ciclo de la historia cambiante de nuestro planeta.
Pero no solo eso ha cambiado. Si alguno de nosotros pudiera trasladarse hasta la Tierra de ese futuro lejano, difícilmente la reconocería. Todos los continentes que hoy nos son familiares ya no existen. Han chocado unos contra otros, se han superpuesto y fundido hasta formar una única y enorme masa de tierra, un «supercontinente» rodeado de un también único océano global. Las costas son vapuleadas por gigantescas tormentas y, en el interior, el desierto reina sobre incontables millones de kilómetros cuadrados.
El mar, agitado y turbulento en superficie, está prácticamente estancado en las profundidades, por donde las corrientes ya no circulan. El oxígeno es escaso, y los herederos del planeta compiten entre sí por los recursos para evitar la extinción. La misma extinción que, muchos millones de años atrás, acabó con el hombre y la mayor parte de las especies que conocemos.
PANGEA ÚLTIMA
La idea de averiguar cómo será la «nueva Pangea» empezó a ser acariciada por los científicos desde principios de los años 90. Pero fue Christopher Scotese, geólogo de la Universidad de Texas, quien la convirtió en uno de sus principales objetivos científicos. El Proyecto «Paleomap» liderado por él, estudia la historia geológica de nuestro mundo durante los últimos mil millones de años y predice la formación de un nuevo supercontinente que ha bautizado como «Pangea Última».
Este supercontinente futuro no es el primero que conoce la Tierra, ni tampoco será el último. Los geólogos se han dado cuenta de que, de alguna forma, los movimientos de los continentes son cíclicos, uniéndose y separándose una y otra vez cada, más o menos, 600 millones de años. A una escala temporal difícil de imaginar, tres veces mayor de lo que tarda el Sistema Solar en dar una vuelta completa alrededor del centro de la galaxia, el ciclo natural de los supercontinentes es uno de los mayores a los que estamos sometidos. Y también de los más desconocidos. Sólo ahora, tras casi un siglo de investigación intensiva, estamos empezando a comprender cómo funcionan los motores que impulsan esta gigantesca maquinaria.
NUEVA Y VIEJA CORTEZA
Sobre un manto de roca fundida y en constante movimiento, una delgada capa sólida, de apenas unas decenas de kilómetros de espesor en sus zonas más gruesas, conforma la corteza terrestre. Las fuerzas interiores del planeta y la necesidad de liberar la presión interna han roto esta capa (litosfera) en grandes fragmentos, que se mueven sobre el manto chocando, rozándose y deslizándose unos sobre otros. Son las placas tectónicas.
Quizá uno de los descubrimientos geológicos más sorprendentes del pasado siglo fue darse cuenta, en la década de los setenta, de que la Tierra está sumida en un ciclo eterno de «fabricación» de nueva corteza rocosa y de «destrucción» de la antigua.
UN MECANISMO COMPLEJO
El mecanismo funciona como sigue: a lo largo de las dorsales oceánicas (las grandes cordilleras submarinas que recorren todos los océanos y que, juntas, miden cerca de 60.000 kilómetros), grandes fracturas en la corteza (que en el fondo del mar es más delgada) permiten que emerjan continuamente, en forma de lava, nuevos materiales desde las profundidades del planeta. A medida que surgen, las nuevas rocas van desplazando a los materiales más antiguos hacia las costas de los continentes. Tras millones de años de viaje, estas rocas llegan a su destino, muy lejos del lugar donde se formaron, para volver, literalmente, a desaparecer bajo tierra tragadas por las grandes fosas oceánicas que, sin excepción, existen cerca de los bordes continentales.
De esta forma, y en un proceso similar al de una gigantesca cinta transportadora, la nueva corteza se crea continuamente en las llamadas «zonas de distensión» (dorsales oceánicas) y se destruye millones de años después en las «zonas de subducción» (fosas oceánicas).
Cuatro supercontinentes Los exámenes paleomagnéticos, el estudio de las cordilleras más antiguas y la distribución de los fósiles muestran que las placas tectónicas llevan vagando por la superficie de nuestro mundo, juntándose y separándose, desde hace cerca de dos mil millones de años. Inevitablemente, en este proceso los continentes se separan y se unen entre sí, formando y deshaciendo grandes masas de tierra, los supercontinentes. Tras muchos cientos de millones de años de actividad incesante, se tiene constancia de por lo menos cuatro supercontinentes, el último de ellos Pangea, que se formó hace más de 200 millones de años. Sólo tras su ruptura la Tierra fue adquiriendo la apariencia que tiene en la actualidad.
Por supuesto, las fuerzas que durante tanto tiempo han cambiado tantas veces el aspecto del mundo siguen funcionando. En las dorsales oceánicas sigue formándose, ahora mismo, nueva corteza terrestre, y en las fosas abisales esa corteza sigue desapareciendo. Los continentes siguen moviéndose, y sus velocidades y trayectorias (del orden de varios centímetros al año) son hoy bien conocidas por los científicos.
EL MUNDO FUTURO
Si el modelo de la tectónica de placas es correcto, todo parece indicar que el océano Pacífico se irá haciendo cada vez más pequeño hasta convertirse, en otros cincuenta millones de años, en un simple lago, dejando para el Atlántico el papel de océano mayor de la Tierra.
La progresión de la falla africana provocará, a su vez, el nacimiento de un nuevo mar y separará la parte nororiental del resto del continente negro, igual que ya sucedió con Madagascar. Otros movimientos terminarán por separar California de América del Norte, y la convertirán en una solitaria isla en medio del Pacífico. Australia emprenderá viaje hacia Asia y arrasará en su camino toda Indonesia, cuyas numerosas islas, en el mejor de los casos, se convertirán en una nueva cordillera montañosa.
Aquí, en el Mediterráneo, los cambios serán más rápidos. La placa africana seguirá empujando hacia el norte, reduciendo el tamaño del Mare Nostrum y doblando la península itálica hasta colocarla casi en paralelo al Ecuador. En apenas cinco millones de años, el movimiento de torsión al que está sujeta la Península Ibérica hará que se separe, fracturándose por los Pirineos, del resto de Europa. En ese plazo de tiempo, las costas levantinas se encajarán en las del norte de África y Portugal será la zona más septentrional de la Península. Grecia, por su parte, desaparecerá casi por completo, uniéndose a Turquía, al mismo tiempo que el Egeo se convertirá en un lago. El Mar Rojo, por su parte, se ensanchará hasta cumplir su destino y convertirse en un nuevo océano.
Con el paso del tiempo, África penetrará por completo en Europa, cerrando definitivamente el Mediterráneo y formando, en el norte, un único continente que será la suma del actual continente negro, Europa, Asia y Australia, que se habrá sumado a la fiesta. Será el comienzo de la nueva Pangea que preconiza Scotese, un nuevo continente único que volverá a su vez a fragmentarse, en un nuevo ciclo de la historia cambiante de nuestro planeta.